No recuerdo cuándo olvidé tu nombre. Puede que haya sido cuando no estábamos en Barcelona, recorriendo las calles hijas de la Rambla. Con el olor del mar tan cerca del hartazgo y el aliento salado de las gaviotas pegándome en la frente.
Caminando, entre parados y ladrones del cuello artista, sólo podía dibujarte entre las ramas de las sombras. Tenía hambre de tu pelo y ganas de morderte las entrañas. Sin un euro en el bolsillo, sólo me quedaba masticar tu nombre. Empecé a creer que el Colón equivocado apuntaba a la única salida posible: el mediterráneo, que parecía un mar vulgar con las arenas mandadas preparar para el verano. Quise sentarme en la pobreza de los pescadores, pero ahí ya no quedaba ninguno; sólo había limosneros, igual de pobres pero sin la dignidad de tomarse por miserables.
Me harté de que la sal de tu cuerpo fingiera estar en otras mujeres. Me largué lejos, a seguir caminando por la única calle que tenían mis pies. Vagué, cargando el sol en las espaldas. El sudor se confundía con el aire envejecido por la marea, se mezclaba con las lágrimas que no iba a derramar y acababa en el piso igual que los orines de los perros, hartos de mostrarle su desprecio a esta ciudad tan llena de cultura de tapiz. Llegué, sin detenerme, a una plaza rodeada de bancos y tiendas; cargada de estatuas y una fuente coronada por su habitual escultura. Me detuve a mirar a las palomas.
Aún tenía mi boleto de vuelta. Me fui, dejando atrás la ciudad que me era tan indiferente; entré a la ciudad que ocultaba mi hotel entre bicicletas. Cinco estrellas para una habitación vacía: luz y música de ambiente costaban tres veces el peso de mi maleta. Con la noche tirándose por la ventana, me entraban ganas de salir a buscarte. Te encontré; sentado bajo la regadera decidí que te había traído conmigo, dejándote siempre lejos.
Intenté dormir. El calor siempre hizo que la vida se me escapara por la nariz. Me quedé quieto, con tal de no teñir la almohada. Cerca del amanecer tuve que tragarme los coágulos de la soledad, esperando morir igual que la devastación. Sin ti, pasaba el tiempo en mediciones diferentes; las horas se medían en desconsuelo y los minutos para el alba se contaban en centímetros. Nunca llegó el sol: mi habitación daba con otro edificio. Cuando salí a buscarlo, ya me esperaba con el desayuno: nubes negras.
Llovía sobre Barcelona. Me había quedado esperándote.
30 may 2010
31 mar 2010
A manera de respuesta
Hemos caminado desde hace varias horas. Venimos cansados de esperar a que nos llamen, por eso empezamos a caminar, para ver si así nos encontrábamos palabras.
Seremos cuatro y, hasta donde yo sé, todos venimos buscando lo mismo en distintas personas. Yo vengo de aquel llano, verde y gris, con su viento de cabellos cortos. Vengo buscando un camino con pasos de mujer.
De los cuatro, yo habré sido el más tardado. Apenas hace tres días que me entregaron el huracán de letras que acabó por sacarme del surco en el que estaba dormido. A los otros tres los encontré caminando; ya los conocía, pero tenía tiempo de no verlos. Aún no hemos hablado, pero se les nota en la mirada que vienen buscando algo, ya en su respiración uno se da cuenta de qué es eso que buscan.
Venimos en fila, andando entre los mezquites que aquí hicieron su nido. A lo lejos, pegados a los cerros, se pueden ver varios pueblos por donde se mueven las nubes. Aquí, por la costra de piedras y hierba seca que nos empeñamos en remendar, no pasan nubes, la única sombra está hecha de espinas y lo más delicado que hay, es el polvo.
En estos lugares no me puedo acordar de ella. No puedo comparar su cuerpo con las puntas y picos que parecen salirle a todo lo que tiene la desgracia de vivir por aquí. Allá, de dónde vengo, sí puedo recordarla; acostado en las raíces de algún cerezo puedo imaginarme bebiendo un pedazo de noche de sus labios, o decir que el río tiene su misma mirada, inquieta de tanto soñar. Aquí no, en este camino no hay ningún río y sólo la música de luna puede recordarme, un poco, la causa de nuestro caminar.
Hace rato paramos a encender un fuego. Nos sentamos. Queríamos ver si, con la luz, se nos acercaba cuando menos un ánima a velarnos el sueño. Vimos que no, que sobre esta tierra tan muerta ni los fantasmas quieren quedarse. Vimos eso y quisimos seguir moviéndonos, pero el cansancio nos mantuvo pegados al suelo. Sólo se pudo levantar aquel que tiene nombre de santo. Se llama Juan. Es el más apurado de nosotros; se enamoró de no sé cuál ruido y desde hace dos años lo está buscando. Después de él, y nada más para ayudarlo a sostenerse, se levantó Elena. Ella tiene los ojos tristes; se despertó un día y los tenía así, como dos acantilados secos. Desde entonces sonríe.
Junto conmigo, se quedó sentada Delia. No dice nada desde hace mucho. Se le acabaron las palabras consolando a las hierbas que aunque son más verdes, pierden su sentimiento en marzo. Debe ser la más vieja de todos, se le puede adivinar en la piel grabada de sonidos, de lágrimas y astillas rojas, de esas que deja el invierno.
Me hubiera gustado quedarme así, sentado, pero mis pies tenían ganas de caminar y a los otros se les notaba la impaciencia en los párpados. Nos fuimos antes de la aurora. Con ese cuerno de luz lamiéndome la frente no supe si iba buscando algo o si alguien me buscaba a mí. Sólo sabía que nunca lo iba a alcanzar. Ni caminado, ni siendo golondrina. Según subió el sol, los reflejos de la tierra me fueron dando la razón. Ahora todo me parecía más feliz de lo que era. Los tordos y los zopilotes se veían como calandrias y cenzontles, de esos que traen los pajareros. Los nopales estaban más vivos que todas las flores que van a crecer a un lado del río. Hasta el viento, apaleado y de cabellos largos, era más sincero. Cuando menos, aquellas piedras cortadas a tajos de olvido, y que me vinieron acompañando todo el viaje, no me hablaban. Allá, en el llano que me trajo al mundo, cualquier cosa me susurraba al oído algo: los laureles no callaban, incluso unos labios que me habían acostumbrado al silencio acabaron por hablarme. Nos vemos en el camino, me dijo su dueña. No se despidió, sólo me mandó una paloma a decirme eso.
Yo con mucho gusto la hubiera seguido a cualquier lugar; me hubiera desgarrado los dedos y las rodillas con tal de besarle los pasos, pero nunca supe por dónde se fue. De ser esta una tierra de sólo una ruta ya sabría por dónde anda, pero aquí los caminos se cruzan, se funden y se separan; parecen ríos hechos de la misma baba con la que tejieron el tiempo y, según el capricho de la brisa, uno acaba en lugares lejanos, más allá de los cielos nublados que rodean con su anillo de serpiente a todas nuestras desgracias.
Lo que me preocupa ahora es que el camino se está acabando muy rápido. Desde hace rato se siente en las espaldas la sobra de un pueblo. Seguramente me engañaron, o me equivoqué de rumbo; ya no me importa. Si me equivoqué de camino ya hace mucho que habrá dejado de esperarme, si sigue ahí, pues se lo ganó. Me había roto el silencio más por compromiso que por vocación. Le ofrecí mi alma envuelta en suspiros hace varias semanas, pero ahora que se la quede; que le toque a ella esa molestia y si no la quiere, que la venda: a las piedras, a los árboles, al cielo. Que la venda por partes; para eso sirve, para que la despedacen lo perros y los niños. Que el tiempo se la rife, que el agua se quede con sus huesos, que el polvo se de gusto con sus letras. A mí nunca me sirvió de nada. Me dio un corazón que acabé regalando, una voz que prefiero mantener callada y unas penas que aún me pesan.
Si la encuentro seré yo quien me despida. Aún cuando me suene a suspiro su nombre, aún con sus ojos dándome de beber estrellas. Con todo el dolor de mis lágrimas me tendré que quedar en el pueblo. No a llorarla, nomás a vivir sin ella.
Seremos cuatro y, hasta donde yo sé, todos venimos buscando lo mismo en distintas personas. Yo vengo de aquel llano, verde y gris, con su viento de cabellos cortos. Vengo buscando un camino con pasos de mujer.
De los cuatro, yo habré sido el más tardado. Apenas hace tres días que me entregaron el huracán de letras que acabó por sacarme del surco en el que estaba dormido. A los otros tres los encontré caminando; ya los conocía, pero tenía tiempo de no verlos. Aún no hemos hablado, pero se les nota en la mirada que vienen buscando algo, ya en su respiración uno se da cuenta de qué es eso que buscan.
Venimos en fila, andando entre los mezquites que aquí hicieron su nido. A lo lejos, pegados a los cerros, se pueden ver varios pueblos por donde se mueven las nubes. Aquí, por la costra de piedras y hierba seca que nos empeñamos en remendar, no pasan nubes, la única sombra está hecha de espinas y lo más delicado que hay, es el polvo.
En estos lugares no me puedo acordar de ella. No puedo comparar su cuerpo con las puntas y picos que parecen salirle a todo lo que tiene la desgracia de vivir por aquí. Allá, de dónde vengo, sí puedo recordarla; acostado en las raíces de algún cerezo puedo imaginarme bebiendo un pedazo de noche de sus labios, o decir que el río tiene su misma mirada, inquieta de tanto soñar. Aquí no, en este camino no hay ningún río y sólo la música de luna puede recordarme, un poco, la causa de nuestro caminar.
Hace rato paramos a encender un fuego. Nos sentamos. Queríamos ver si, con la luz, se nos acercaba cuando menos un ánima a velarnos el sueño. Vimos que no, que sobre esta tierra tan muerta ni los fantasmas quieren quedarse. Vimos eso y quisimos seguir moviéndonos, pero el cansancio nos mantuvo pegados al suelo. Sólo se pudo levantar aquel que tiene nombre de santo. Se llama Juan. Es el más apurado de nosotros; se enamoró de no sé cuál ruido y desde hace dos años lo está buscando. Después de él, y nada más para ayudarlo a sostenerse, se levantó Elena. Ella tiene los ojos tristes; se despertó un día y los tenía así, como dos acantilados secos. Desde entonces sonríe.
Junto conmigo, se quedó sentada Delia. No dice nada desde hace mucho. Se le acabaron las palabras consolando a las hierbas que aunque son más verdes, pierden su sentimiento en marzo. Debe ser la más vieja de todos, se le puede adivinar en la piel grabada de sonidos, de lágrimas y astillas rojas, de esas que deja el invierno.
Me hubiera gustado quedarme así, sentado, pero mis pies tenían ganas de caminar y a los otros se les notaba la impaciencia en los párpados. Nos fuimos antes de la aurora. Con ese cuerno de luz lamiéndome la frente no supe si iba buscando algo o si alguien me buscaba a mí. Sólo sabía que nunca lo iba a alcanzar. Ni caminado, ni siendo golondrina. Según subió el sol, los reflejos de la tierra me fueron dando la razón. Ahora todo me parecía más feliz de lo que era. Los tordos y los zopilotes se veían como calandrias y cenzontles, de esos que traen los pajareros. Los nopales estaban más vivos que todas las flores que van a crecer a un lado del río. Hasta el viento, apaleado y de cabellos largos, era más sincero. Cuando menos, aquellas piedras cortadas a tajos de olvido, y que me vinieron acompañando todo el viaje, no me hablaban. Allá, en el llano que me trajo al mundo, cualquier cosa me susurraba al oído algo: los laureles no callaban, incluso unos labios que me habían acostumbrado al silencio acabaron por hablarme. Nos vemos en el camino, me dijo su dueña. No se despidió, sólo me mandó una paloma a decirme eso.
Yo con mucho gusto la hubiera seguido a cualquier lugar; me hubiera desgarrado los dedos y las rodillas con tal de besarle los pasos, pero nunca supe por dónde se fue. De ser esta una tierra de sólo una ruta ya sabría por dónde anda, pero aquí los caminos se cruzan, se funden y se separan; parecen ríos hechos de la misma baba con la que tejieron el tiempo y, según el capricho de la brisa, uno acaba en lugares lejanos, más allá de los cielos nublados que rodean con su anillo de serpiente a todas nuestras desgracias.
Lo que me preocupa ahora es que el camino se está acabando muy rápido. Desde hace rato se siente en las espaldas la sobra de un pueblo. Seguramente me engañaron, o me equivoqué de rumbo; ya no me importa. Si me equivoqué de camino ya hace mucho que habrá dejado de esperarme, si sigue ahí, pues se lo ganó. Me había roto el silencio más por compromiso que por vocación. Le ofrecí mi alma envuelta en suspiros hace varias semanas, pero ahora que se la quede; que le toque a ella esa molestia y si no la quiere, que la venda: a las piedras, a los árboles, al cielo. Que la venda por partes; para eso sirve, para que la despedacen lo perros y los niños. Que el tiempo se la rife, que el agua se quede con sus huesos, que el polvo se de gusto con sus letras. A mí nunca me sirvió de nada. Me dio un corazón que acabé regalando, una voz que prefiero mantener callada y unas penas que aún me pesan.
Si la encuentro seré yo quien me despida. Aún cuando me suene a suspiro su nombre, aún con sus ojos dándome de beber estrellas. Con todo el dolor de mis lágrimas me tendré que quedar en el pueblo. No a llorarla, nomás a vivir sin ella.
26 ene 2010
El recuerdo de su cara entre la tierra
No sé cómo me quedé dormido; sólo recuerdo que me despertaron las hormigas.
Ignoro si llegué caminando o si me trajo en los brazos el cansancio, hasta dejarme desparramado sobre este pedazo de tierra. De lo que estoy seguro es de venir huyendo de Joaquín Valdívar. Me perseguí por lo que le había hecho a su hija, pero sigo creyendo que ella tuvo la culpa; por ser tan inocente, por no haberse atrevido a gritar.
Desde niña llamaba la atención, por sus ojos de estrella color a tierra. Era tranquila y sus caderas eran insinuaciones de la mujer en la que se estaba convirtiendo. Le creció el pelo ondulado y conforme pasaban los años el balcón de sus ojos se hacía más profundo. Cuando llegó a la edad de ser mujer era ya la más hermosa que cualquiera, incluso su padre, hubiera visto.
Era sabido el deseo de muchos por quedarse con ella; el que yo la quisiera más que todos los demás, era cosa que me guardaba. Siempre ha habido lugar y tiempo para todo, menos para nosotros. Yo estaba muy viejo, muy curtido, ella, en cambio, era una flor nacida en tierra ingrata, un frágil tallo cualquiera podría permitirse cortar.
Me había resignado a que el tiempo me llevara entre suspiros. Hasta una noche donde se me apareció en sueños. Venía de blanco y se acercaba despacio, flotando; metió su mano en mi pecho y estrujó mi corazón, mientras murmuraba palabras que no eran suyas. “Para seguir siendo tienes que cruzar las fronteras de la vida” dijo y se fue como cada noche, con el hilo de mis sueños. Desperté agitado y comencé a pensar que si ella no era mía por gusto, lo sería, cuando menos una vez, por la fuerza.
Así pensaba cuando fui a verla. Me gusta echarle la culpa al viento caliente que me azotaba el rostro; si hubiera ido cualquier otro día, me hubiera acobardado pero el calor de la tierra suelta se me subía al corazón y me hacía avanzar. Tardé muy poco en llegar a casa de los Valdívar y cuando lo hice la encontré vacía, salvo por ella. Me recibió como si estuviera allí por su padre, me dijo que con ella le podía dejar recado pero no me invitó a pasar; hacía bien, a lo mejor la inundaba el presentimiento.
Tomé su mentón y apreté su mandíbula. La miré a los ojos y le dije tanto con mi silencio. Ella supo leer los matices de la nada, lo entendí cuando entre el miedo de sus ojos noté un poco de ternura. Pero el miedo no se iba, tampoco mis ganas por ella.
Poco a poco nos metimos en la casa, en un baile de forcejeos, hasta que logré ponerla contra un rincón. Ya sentía el sabor de su piel, ya acariciaba su pierna, ya subía por su falda, ya escuchaba ladrar los perros.
El deseo por mujer no se terminó, pero quiso más el deseo por la vida. Salí aprisa y me perdí entre la maleza. En ese momento no creí que le contaría a su padre sobre lo que no le hice; nunca contaba nada de lo que tantos otros le decían. Supe que me había equivocado cuando escuché, otra vez, el ladrido de los perros; nunca había sentido el destierro tan cerca ni mi casa tan lejos. Me fui, caminando, por el camino más cansado que había.
Aprendí a correr en ese día. Con Joaquín chupando las heridas que mis pies dejaban. Corría por las cicatrices abiertas en los montes, donde la única vegetación era la muerta, la amarilla agonizando con el sol. Tierra de piedras y espinas. Madre mía y de todas mis desgracias. El calor muerto estaba bajo cada grieta, siguiéndome junto con el viento traidor de las despedidas. La tierra se convertía a cada soplo en algo de polvo que se iba tragando mis pasos.
La lengua del sol lamía en un último movimiento las rajaduras que el temporal le había desenterrado a mi alma. Las espinas, lo único verde entre estos cerros, hacían presa de mi andar, cada vez más lento, cada vez más resignado. A golpes de momento fui cayendo en el silencio sin dejar de caminar; seguí, por entre los surcos grises hasta dar con el amanecer. Pero el sol renovado a mis espaldas no trajo nada, ni viento ni colores nuevos, sólo la burla intensa de la luna que se negaba a abandonar el cielo. El olvido me fue encontrando entre las rocas y por un momento me pregunté de que huía, volteé al cielo para preguntarles a los de arriba y encontré entre las nubes su sonrisa, miré el rastro de mis pasos por el viento y recordé que era morena y vi las sombras del mezquite y su pelo volvió a golpear mis recuerdos. Volví a saber cuál era la razón de ser tan miserable.
Seguí con el único paso que mis pies ruinosos aguantaban, lo hice hasta caer en la inconsciencia y aún después seguí caminado, atravesando los callos del mezquite y el nopal, bebiendo el agua de los fuegos.
Cuando desperté ya estaba aquí, embarrado, con las hormigas comiéndose mi boca.
Ignoro si llegué caminando o si me trajo en los brazos el cansancio, hasta dejarme desparramado sobre este pedazo de tierra. De lo que estoy seguro es de venir huyendo de Joaquín Valdívar. Me perseguí por lo que le había hecho a su hija, pero sigo creyendo que ella tuvo la culpa; por ser tan inocente, por no haberse atrevido a gritar.
Desde niña llamaba la atención, por sus ojos de estrella color a tierra. Era tranquila y sus caderas eran insinuaciones de la mujer en la que se estaba convirtiendo. Le creció el pelo ondulado y conforme pasaban los años el balcón de sus ojos se hacía más profundo. Cuando llegó a la edad de ser mujer era ya la más hermosa que cualquiera, incluso su padre, hubiera visto.
Era sabido el deseo de muchos por quedarse con ella; el que yo la quisiera más que todos los demás, era cosa que me guardaba. Siempre ha habido lugar y tiempo para todo, menos para nosotros. Yo estaba muy viejo, muy curtido, ella, en cambio, era una flor nacida en tierra ingrata, un frágil tallo cualquiera podría permitirse cortar.
Me había resignado a que el tiempo me llevara entre suspiros. Hasta una noche donde se me apareció en sueños. Venía de blanco y se acercaba despacio, flotando; metió su mano en mi pecho y estrujó mi corazón, mientras murmuraba palabras que no eran suyas. “Para seguir siendo tienes que cruzar las fronteras de la vida” dijo y se fue como cada noche, con el hilo de mis sueños. Desperté agitado y comencé a pensar que si ella no era mía por gusto, lo sería, cuando menos una vez, por la fuerza.
Así pensaba cuando fui a verla. Me gusta echarle la culpa al viento caliente que me azotaba el rostro; si hubiera ido cualquier otro día, me hubiera acobardado pero el calor de la tierra suelta se me subía al corazón y me hacía avanzar. Tardé muy poco en llegar a casa de los Valdívar y cuando lo hice la encontré vacía, salvo por ella. Me recibió como si estuviera allí por su padre, me dijo que con ella le podía dejar recado pero no me invitó a pasar; hacía bien, a lo mejor la inundaba el presentimiento.
Tomé su mentón y apreté su mandíbula. La miré a los ojos y le dije tanto con mi silencio. Ella supo leer los matices de la nada, lo entendí cuando entre el miedo de sus ojos noté un poco de ternura. Pero el miedo no se iba, tampoco mis ganas por ella.
Poco a poco nos metimos en la casa, en un baile de forcejeos, hasta que logré ponerla contra un rincón. Ya sentía el sabor de su piel, ya acariciaba su pierna, ya subía por su falda, ya escuchaba ladrar los perros.
El deseo por mujer no se terminó, pero quiso más el deseo por la vida. Salí aprisa y me perdí entre la maleza. En ese momento no creí que le contaría a su padre sobre lo que no le hice; nunca contaba nada de lo que tantos otros le decían. Supe que me había equivocado cuando escuché, otra vez, el ladrido de los perros; nunca había sentido el destierro tan cerca ni mi casa tan lejos. Me fui, caminando, por el camino más cansado que había.
Aprendí a correr en ese día. Con Joaquín chupando las heridas que mis pies dejaban. Corría por las cicatrices abiertas en los montes, donde la única vegetación era la muerta, la amarilla agonizando con el sol. Tierra de piedras y espinas. Madre mía y de todas mis desgracias. El calor muerto estaba bajo cada grieta, siguiéndome junto con el viento traidor de las despedidas. La tierra se convertía a cada soplo en algo de polvo que se iba tragando mis pasos.
La lengua del sol lamía en un último movimiento las rajaduras que el temporal le había desenterrado a mi alma. Las espinas, lo único verde entre estos cerros, hacían presa de mi andar, cada vez más lento, cada vez más resignado. A golpes de momento fui cayendo en el silencio sin dejar de caminar; seguí, por entre los surcos grises hasta dar con el amanecer. Pero el sol renovado a mis espaldas no trajo nada, ni viento ni colores nuevos, sólo la burla intensa de la luna que se negaba a abandonar el cielo. El olvido me fue encontrando entre las rocas y por un momento me pregunté de que huía, volteé al cielo para preguntarles a los de arriba y encontré entre las nubes su sonrisa, miré el rastro de mis pasos por el viento y recordé que era morena y vi las sombras del mezquite y su pelo volvió a golpear mis recuerdos. Volví a saber cuál era la razón de ser tan miserable.
Seguí con el único paso que mis pies ruinosos aguantaban, lo hice hasta caer en la inconsciencia y aún después seguí caminado, atravesando los callos del mezquite y el nopal, bebiendo el agua de los fuegos.
Cuando desperté ya estaba aquí, embarrado, con las hormigas comiéndose mi boca.
22 dic 2009
Los rasguños en la pared
Lo primero que escuchó fue la ausencia de las aves.
Era ya tarde en la mañana y dónde debería de estar el chillido sin fin de alas raídas estaba únicamente el silencio profundo e interminable de los árboles y el viento. Los perros, en contra de su habito de recostarse sobre la hierba a recibir el sol como grandes lagartos amaestrados, estaban inquietos, moviendo el rabo con ansiedad pero silenciosos, casi al acecho. Hasta las hierbas tenían un aspecto extraño, lucían apagadas como si, por primera vez en mucho tiempo, lamentaran no poder correr, no poder esconderse.
Mamá había salido temprano, el sol todavía no reventaba y ella ya estaba lista para irse. Él se levantó también temprano, lo suficiente como para recibir de su madre el desayuno y una apresurada despedida; se quedó esperando que volviera mientras veía cómo pasaban los minutos en las hojas de los árboles y en las sombras de las piedras.
Después de una hora se había aburrido de esperar y decidió encender la televisión, cómo seguía siendo muy temprano sólo encontró programas para bebés; ya era niño grande, o cuando menos sabía fingir que lo era, así que unas arrugas aparecieron en su frente, y así, con arrugas y enojo, se puso a ver los programas que, según decía, le fastidiaban.
Los soles morían y dejaban otros a su paso por el viento, mientras él disfrazaba su espera con risas y luces. No pasó mucho cuando escuchó sonidos sobre su cabeza. Rasguños en las paredes y en el techo que se parecían a los que en las noches frías hacen mil muertos implorando algo de calor, una cobija, una piel de mujer, un trago de aguardiente, unos cuantos recuerdos. Procuraba no pensar en ellos, intentaba darles otras garras a esos chirridos, las de los pájaros de invierno que llegaban a su casa a hacer nidos de una sola estación pero ya antes había notado que los pájaros no estaban, ni sobre el techo ni sobre la hierba, pensó entonces en los gatos pero estos se esfumaron cuando escuchó los balbuceos.
Un escalofrío lo estremeció, ya antes había percibido esos ruidos. Había sido un año atrás, cuando aún dormía junto con sus padres en una noche tan fría que los muertos ni siquiera se molestaban en moverse. Había visto la sombra de una muñeca de tela moverse sobre el tejado y por una ventana entreabierta la había oído mientras conspiraba junto con la luna.
Tenía miedo, eso había sido un año atrás y la muñeca se había perdido en otra casa, se había encargado de que así fuera, pero los rasguños decían ora cosa y los mil balbuceos lo llamaban escaleras arriba, eran palabras como imanes, como hierro candente que fascina a los pequeños que pronto aprenden a no mirarlo.
Huyendo de lo que sabía, subió las escaleras y abrió de manera tímida la pesada puerta del cuarto de sus padres. Deseaba, con más fuerzas de las que tenía, estar equivocado, pero también hacía un nudo con sus tripas. El ruido era tan familiar que no había espacio para dudas.
Asomó su cabeza y lo vio, sentado sobre la cama, inerte y con la mirada fija en ninguna parte, como si estuviera muerto; allí estaba aquel hombrecillo blanco, con los ojos secos como trapos y los dientes largos como azadones, esperando, esperándolo.
Poco a poco cerró la puerta, correr era inútil. Apretó los labios, hundió los ojos y esperó; sólo conocía el presentimiento y no podía hacer más que resignarse.
Era ya tarde en la mañana y dónde debería de estar el chillido sin fin de alas raídas estaba únicamente el silencio profundo e interminable de los árboles y el viento. Los perros, en contra de su habito de recostarse sobre la hierba a recibir el sol como grandes lagartos amaestrados, estaban inquietos, moviendo el rabo con ansiedad pero silenciosos, casi al acecho. Hasta las hierbas tenían un aspecto extraño, lucían apagadas como si, por primera vez en mucho tiempo, lamentaran no poder correr, no poder esconderse.
Mamá había salido temprano, el sol todavía no reventaba y ella ya estaba lista para irse. Él se levantó también temprano, lo suficiente como para recibir de su madre el desayuno y una apresurada despedida; se quedó esperando que volviera mientras veía cómo pasaban los minutos en las hojas de los árboles y en las sombras de las piedras.
Después de una hora se había aburrido de esperar y decidió encender la televisión, cómo seguía siendo muy temprano sólo encontró programas para bebés; ya era niño grande, o cuando menos sabía fingir que lo era, así que unas arrugas aparecieron en su frente, y así, con arrugas y enojo, se puso a ver los programas que, según decía, le fastidiaban.
Los soles morían y dejaban otros a su paso por el viento, mientras él disfrazaba su espera con risas y luces. No pasó mucho cuando escuchó sonidos sobre su cabeza. Rasguños en las paredes y en el techo que se parecían a los que en las noches frías hacen mil muertos implorando algo de calor, una cobija, una piel de mujer, un trago de aguardiente, unos cuantos recuerdos. Procuraba no pensar en ellos, intentaba darles otras garras a esos chirridos, las de los pájaros de invierno que llegaban a su casa a hacer nidos de una sola estación pero ya antes había notado que los pájaros no estaban, ni sobre el techo ni sobre la hierba, pensó entonces en los gatos pero estos se esfumaron cuando escuchó los balbuceos.
Un escalofrío lo estremeció, ya antes había percibido esos ruidos. Había sido un año atrás, cuando aún dormía junto con sus padres en una noche tan fría que los muertos ni siquiera se molestaban en moverse. Había visto la sombra de una muñeca de tela moverse sobre el tejado y por una ventana entreabierta la había oído mientras conspiraba junto con la luna.
Tenía miedo, eso había sido un año atrás y la muñeca se había perdido en otra casa, se había encargado de que así fuera, pero los rasguños decían ora cosa y los mil balbuceos lo llamaban escaleras arriba, eran palabras como imanes, como hierro candente que fascina a los pequeños que pronto aprenden a no mirarlo.
Huyendo de lo que sabía, subió las escaleras y abrió de manera tímida la pesada puerta del cuarto de sus padres. Deseaba, con más fuerzas de las que tenía, estar equivocado, pero también hacía un nudo con sus tripas. El ruido era tan familiar que no había espacio para dudas.
Asomó su cabeza y lo vio, sentado sobre la cama, inerte y con la mirada fija en ninguna parte, como si estuviera muerto; allí estaba aquel hombrecillo blanco, con los ojos secos como trapos y los dientes largos como azadones, esperando, esperándolo.
Poco a poco cerró la puerta, correr era inútil. Apretó los labios, hundió los ojos y esperó; sólo conocía el presentimiento y no podía hacer más que resignarse.
9 sept 2009
Batallas entre la lluvia
Afuera el agua cae a cántaros, pero lo que escucho no es el agua cayendo, no, lo que escucho son los pasos de un ejército que avanza por las estrechas calles de mi reino que se extiende a algo así como un metro de mi casa.
Escucho las botas chocar contra el piso y escucho sus pasos, sincronizados pero no tanto. Los escucho marchar, organizados y valientes, quizá alguno tenga una esposa y viene con la ilusión de conseguir honor e historias de valentía. Escucho a sus pies que hacen temblar el suelo y escucho también a sus caballos que marchan junto a ellos y cuyos pasos se funden a veces con lo de sus amos. Los escucho marchar por las calles, con un rumbo que desconozco y que no me importa demasiado; y no me importa porque una muerte es una muerte donde sea y un valiente es un valiente donde sea.
La lluvia cae con mayor prisa y mi ejército acelera el paso. Las gotas de agua son más gruesas y mis soldados pisan con más fuerza. Y cae un rayo y le sigue un trueno y los cañones de los tanques son lo único que escucho. Un resplandor ilumina mis ventanas y han alcanzado a mi ejército y la lluvia acelera su paso y ahora todo es el sonido de ametralladoras y los rayos caen y los truenos vienen y las granadas detonan y el honor y la valentía se van con las esquirlas y las piezas de metralla.
Ahora los pasos son desorganizados, ya no son pasos de hombres, son de bestias y ya no es una marcha por el honor y la valentía, es una estampida por conservar la vida y mis hombres se van por las calles de mi reino y la lluvia cae sobre la sangre de los muertos, les limpia la cara y las ropas y la bayoneta y toma su lugar en el ejercito que poco a poco se convierte en el sonido del agua cayendo sobre las hojas y los charcos.
La lluvia va parando y frente a mi ventana no pasa un ejército sino una caravana de vencidos, un desfile de mutilados del honor y la justicia y la lluvia agoniza y las gotas son pesadas y los cuerpo caen en las banquetas y sobre las aceras pero los pasos a pesar de ser escasos, cada vez más, siguen siendo fuertes y la marcha de los derrotados sigue teniendo ese espíritu y olor a lluvia y, sobre los cielos lacrimosos aparece una luz blanca que parece sonreírnos, a mí y a mi ejercito moribundo, y parece apoyarnos y cuando la última gota cae y el último soldado se desvanece nada ha cambiado y todo me parece una de esas noches nubladas de verano.
Escucho las botas chocar contra el piso y escucho sus pasos, sincronizados pero no tanto. Los escucho marchar, organizados y valientes, quizá alguno tenga una esposa y viene con la ilusión de conseguir honor e historias de valentía. Escucho a sus pies que hacen temblar el suelo y escucho también a sus caballos que marchan junto a ellos y cuyos pasos se funden a veces con lo de sus amos. Los escucho marchar por las calles, con un rumbo que desconozco y que no me importa demasiado; y no me importa porque una muerte es una muerte donde sea y un valiente es un valiente donde sea.
La lluvia cae con mayor prisa y mi ejército acelera el paso. Las gotas de agua son más gruesas y mis soldados pisan con más fuerza. Y cae un rayo y le sigue un trueno y los cañones de los tanques son lo único que escucho. Un resplandor ilumina mis ventanas y han alcanzado a mi ejército y la lluvia acelera su paso y ahora todo es el sonido de ametralladoras y los rayos caen y los truenos vienen y las granadas detonan y el honor y la valentía se van con las esquirlas y las piezas de metralla.
Ahora los pasos son desorganizados, ya no son pasos de hombres, son de bestias y ya no es una marcha por el honor y la valentía, es una estampida por conservar la vida y mis hombres se van por las calles de mi reino y la lluvia cae sobre la sangre de los muertos, les limpia la cara y las ropas y la bayoneta y toma su lugar en el ejercito que poco a poco se convierte en el sonido del agua cayendo sobre las hojas y los charcos.
La lluvia va parando y frente a mi ventana no pasa un ejército sino una caravana de vencidos, un desfile de mutilados del honor y la justicia y la lluvia agoniza y las gotas son pesadas y los cuerpo caen en las banquetas y sobre las aceras pero los pasos a pesar de ser escasos, cada vez más, siguen siendo fuertes y la marcha de los derrotados sigue teniendo ese espíritu y olor a lluvia y, sobre los cielos lacrimosos aparece una luz blanca que parece sonreírnos, a mí y a mi ejercito moribundo, y parece apoyarnos y cuando la última gota cae y el último soldado se desvanece nada ha cambiado y todo me parece una de esas noches nubladas de verano.
13 ago 2009
Los gemidos del placer
La luna sentada en su trono negro observa como esta noche su bufón favorito sale a comer.
Se abriga en su piel de bestia, desenvaina sus garras y se va corriendo por el bosque en busca de una presa, humana o animal, no importa ya que el matar es lo que lo motiva,
A su paso el bosque lo detiene y lo lastima, todas y cada una de las ramas se transforman y ahora son como largos y afilados dedos que se enganchan a su pelo y a su piel, como pidiendo urgidos algo de su carne y su sangre, como si ellos también estuvieran hambrientos y deseosos de salir de cacería.
El tapete de hojas y raíces cruje bajo cada uno de sus pasos, llenando de temor los corazones de las estrellas que aunque inocentes, están obligadas por su ama a ver un espectáculo al cual aun temen a pesar de conocerlo.
La lujuria de la sangre se va acercando cada ves más, paso a paso, y se hace presente en la bajo el disfraz de una respiración, profunda, agitada, grotesca y animal. La respiración se transforma lentamente en un jadeo que acaba rodeando todo, un jadeo que sólo va en busca de una presa fresca y dulce que resulte ser una joven mujer que hechizada por el frío encanto de la luna salió para apreciarla mejor, ignorando que el diamante de ese terciopelo negro reclama ver su muerte y beber cuando menos un poco de sus sangre.
No pasa mucho para que la luna vea parcialmente satisfechos sus apetitos. La bestia ya ha divisado a su presa el hipnotizado por la blancura de su piel se abalanza sobre ella. Las uñas arañan la delgada piel, comienzan con la del rostro. La bestia le ha quitado el equilibrio y la mujer ahora yace sobre el suelo; la mira a los ojos y la saborea mientras que su hocico abierto emana saliva, que cae sobre su cuello y rebla hasta mojar el cálido vestido que cubre los delicados senos de su víctima. Al verla a los ojos ve la inocencia, ve el terror y distingue a lo lejos que esta mujer es como una delicada florecilla silvestre y que no va resistir mucho sufrimiento. No se resiste y baja la cabeza, y le lame el brazo como si fuera un perro faldero. El sabor de aquella suave piel es excitante y sin poderse contener clava los dientes en el brazo, perforando la piel y saboreando la sangre; ella grita e intenta patalear y como castigo la muerde en el muslo y la pantorrilla, ella sigue pataleando y él la muerde más profundo, ella sigue intentando resistir, ahora con el brazo que sigue intacto y ahora la muerde en el hombro, intentando arrancarlo y obteniendo parciales resultados. Ella se desmaya, no resistió mucho.
El sabor de la sangre y los gritos lo han excitado, a él y a la luna que gime por más. No logra contenerse y con los dientes desgarra el fino vestido y las ropas bajo este, develando a la impúdica meretriz que había a unos cuantos centímetros de aquella apariencia inocente. La viola mientras bebe su sangre y mordisquea los pedazos que consiguió arrancar; la luna grita y gimotea en medio de espasmos orgásmicos y mientras las estrellas se miran unas a otras preguntándose, sólo con la mirada, si serán capaces de soportar otra noche como esa la bestia continua dándose placer y escuchando o creyendo escuchar en cada contracción un gemido, de dolor o de placer, de su víctima inconciente.
La bestia está acabando y muerde uno de los senos, perforando la piel y disfrutando del renovado sabor a sangre tibia. Acaba y su semen queda repartido entre la tierra y la perra que yace desfallecida. Sigue excitado; muerde el vientre y entra a devorar las entrañas mientras la víctima sufre los que serán los últimos latidos de su corazón. Se traga los intestinos, disfruta del estomago, revienta los pulmones sólo por escuchar el sonido del aire escapando y al ver que el corazón tiene el atrevimiento de seguir latiendo va directamente al cuello para disfrutar de los últimos momentos de vida y placer.
Con el silencio todo acaba. Las piscinas de sangre están iluminadas por un tenue reflejo blanco, la hierba es ahora roja y húmeda y la tierra tiene un seco tono carmesí. El cuerpo se encuentra destrozado, pero el rostro queda intacto salvo un tenue rasguño en la mejilla.
Los ojos, con una expresión de serenidad que contrasta con el violento color de su pelo buscan en el cielo a la luna tratando de encontrar aprobación. Encuentra a la luna desvanecida a causa de la excitación y húmedo por los orgasmos múltiples así que se despide con un aullido, teniendo una ligera certeza de que ha sido un buen espectáculo.
*****
A veces amo lo que escribo
Se abriga en su piel de bestia, desenvaina sus garras y se va corriendo por el bosque en busca de una presa, humana o animal, no importa ya que el matar es lo que lo motiva,
A su paso el bosque lo detiene y lo lastima, todas y cada una de las ramas se transforman y ahora son como largos y afilados dedos que se enganchan a su pelo y a su piel, como pidiendo urgidos algo de su carne y su sangre, como si ellos también estuvieran hambrientos y deseosos de salir de cacería.
El tapete de hojas y raíces cruje bajo cada uno de sus pasos, llenando de temor los corazones de las estrellas que aunque inocentes, están obligadas por su ama a ver un espectáculo al cual aun temen a pesar de conocerlo.
La lujuria de la sangre se va acercando cada ves más, paso a paso, y se hace presente en la bajo el disfraz de una respiración, profunda, agitada, grotesca y animal. La respiración se transforma lentamente en un jadeo que acaba rodeando todo, un jadeo que sólo va en busca de una presa fresca y dulce que resulte ser una joven mujer que hechizada por el frío encanto de la luna salió para apreciarla mejor, ignorando que el diamante de ese terciopelo negro reclama ver su muerte y beber cuando menos un poco de sus sangre.
No pasa mucho para que la luna vea parcialmente satisfechos sus apetitos. La bestia ya ha divisado a su presa el hipnotizado por la blancura de su piel se abalanza sobre ella. Las uñas arañan la delgada piel, comienzan con la del rostro. La bestia le ha quitado el equilibrio y la mujer ahora yace sobre el suelo; la mira a los ojos y la saborea mientras que su hocico abierto emana saliva, que cae sobre su cuello y rebla hasta mojar el cálido vestido que cubre los delicados senos de su víctima. Al verla a los ojos ve la inocencia, ve el terror y distingue a lo lejos que esta mujer es como una delicada florecilla silvestre y que no va resistir mucho sufrimiento. No se resiste y baja la cabeza, y le lame el brazo como si fuera un perro faldero. El sabor de aquella suave piel es excitante y sin poderse contener clava los dientes en el brazo, perforando la piel y saboreando la sangre; ella grita e intenta patalear y como castigo la muerde en el muslo y la pantorrilla, ella sigue pataleando y él la muerde más profundo, ella sigue intentando resistir, ahora con el brazo que sigue intacto y ahora la muerde en el hombro, intentando arrancarlo y obteniendo parciales resultados. Ella se desmaya, no resistió mucho.
El sabor de la sangre y los gritos lo han excitado, a él y a la luna que gime por más. No logra contenerse y con los dientes desgarra el fino vestido y las ropas bajo este, develando a la impúdica meretriz que había a unos cuantos centímetros de aquella apariencia inocente. La viola mientras bebe su sangre y mordisquea los pedazos que consiguió arrancar; la luna grita y gimotea en medio de espasmos orgásmicos y mientras las estrellas se miran unas a otras preguntándose, sólo con la mirada, si serán capaces de soportar otra noche como esa la bestia continua dándose placer y escuchando o creyendo escuchar en cada contracción un gemido, de dolor o de placer, de su víctima inconciente.
La bestia está acabando y muerde uno de los senos, perforando la piel y disfrutando del renovado sabor a sangre tibia. Acaba y su semen queda repartido entre la tierra y la perra que yace desfallecida. Sigue excitado; muerde el vientre y entra a devorar las entrañas mientras la víctima sufre los que serán los últimos latidos de su corazón. Se traga los intestinos, disfruta del estomago, revienta los pulmones sólo por escuchar el sonido del aire escapando y al ver que el corazón tiene el atrevimiento de seguir latiendo va directamente al cuello para disfrutar de los últimos momentos de vida y placer.
Con el silencio todo acaba. Las piscinas de sangre están iluminadas por un tenue reflejo blanco, la hierba es ahora roja y húmeda y la tierra tiene un seco tono carmesí. El cuerpo se encuentra destrozado, pero el rostro queda intacto salvo un tenue rasguño en la mejilla.
Los ojos, con una expresión de serenidad que contrasta con el violento color de su pelo buscan en el cielo a la luna tratando de encontrar aprobación. Encuentra a la luna desvanecida a causa de la excitación y húmedo por los orgasmos múltiples así que se despide con un aullido, teniendo una ligera certeza de que ha sido un buen espectáculo.
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A veces amo lo que escribo
6 ago 2009
hoy
Espera, para un segundo y escucha, presta mucha atención, olvídate de todo, hasta del corazón que no para de latir. ¿Lo escuchas? El sonido de la soledad: el silencio, es hermoso. Abre un poco los ojos, tan solo un poco y míralo, el color de la melancolía no es negro, ni gris, es blanco. Todo esta por fin en calma, no hay personas ni animales, ni siquiera el molesto corazón, por fin es un día donde nadie se acuerda de mí.
Todo en calma, nada que se interponga entre el olvido y yo, me siento ligero, vacío, cada vez, cada día, cada latido estoy mas cerca de ser un fantasma y estoy seguro que cuando por fin todos se vayan podré estar en paz, hacer lo que se me plazca, ir a donde yo guste; como un espectro invisible pasearme por los lugares donde la gente ya no pasea, ir y venir siguiendo al viento como si fuera un errante trozo de papel.
Podría convertirme en viento a acurrucarme en las copas de los árboles, podría se nube y espiar a las aves en sus nidos o podría ser sombra y dormir todo el día sin esperar a la noche. Podría simplemente olvidarme de todo, de mi dignidad y falso orgullo o de mis mascaras y apariencias, podría ir y matar sin miedo a que alguien se decepcionara o acurrucarme en los brazos de alguna mujer anónima buscando algo de compasión. Podría colgarme de mi ventana y fingir que estoy dormido a sabiendas de que a nadie le importaría. Podría estar contento y orgulloso de dejar una tumba sin lapida y un entierro sin flores.
Podría ir y venir olvidado todo lo que se supone que aprendí, olvidado si tengo dudas, olvidado que hubo algunos amigos o un padre o una madre o un perro malagradecido. Podría olvidar que estoy vivo y simplemente quedarme bajo un árbol acostado sobre la hierba esperando hasta que olvide que estoy muerto y vuelva a caminar.
O algún día podría olvidar lo hermoso que es ser olvidado y podría simplemente recordarlo todo y esperar ser recordado y al ver que ya nadie lo hace podría en verdad doler toda la soledad a mí alrededor y podría llora e ir por las calles como un perro herido que se detiene de vez en cuando a lamer sus heridas y podría ser patético y humano, pero no hoy, hoy por alguna razón me olvido de todos ellos y de que en verdad me importa lo que digan y simplemente disfruto del momento en el que todas las voces y hasta mi corazón me dejan en paz.
Todo en calma, nada que se interponga entre el olvido y yo, me siento ligero, vacío, cada vez, cada día, cada latido estoy mas cerca de ser un fantasma y estoy seguro que cuando por fin todos se vayan podré estar en paz, hacer lo que se me plazca, ir a donde yo guste; como un espectro invisible pasearme por los lugares donde la gente ya no pasea, ir y venir siguiendo al viento como si fuera un errante trozo de papel.
Podría convertirme en viento a acurrucarme en las copas de los árboles, podría se nube y espiar a las aves en sus nidos o podría ser sombra y dormir todo el día sin esperar a la noche. Podría simplemente olvidarme de todo, de mi dignidad y falso orgullo o de mis mascaras y apariencias, podría ir y matar sin miedo a que alguien se decepcionara o acurrucarme en los brazos de alguna mujer anónima buscando algo de compasión. Podría colgarme de mi ventana y fingir que estoy dormido a sabiendas de que a nadie le importaría. Podría estar contento y orgulloso de dejar una tumba sin lapida y un entierro sin flores.
Podría ir y venir olvidado todo lo que se supone que aprendí, olvidado si tengo dudas, olvidado que hubo algunos amigos o un padre o una madre o un perro malagradecido. Podría olvidar que estoy vivo y simplemente quedarme bajo un árbol acostado sobre la hierba esperando hasta que olvide que estoy muerto y vuelva a caminar.
O algún día podría olvidar lo hermoso que es ser olvidado y podría simplemente recordarlo todo y esperar ser recordado y al ver que ya nadie lo hace podría en verdad doler toda la soledad a mí alrededor y podría llora e ir por las calles como un perro herido que se detiene de vez en cuando a lamer sus heridas y podría ser patético y humano, pero no hoy, hoy por alguna razón me olvido de todos ellos y de que en verdad me importa lo que digan y simplemente disfruto del momento en el que todas las voces y hasta mi corazón me dejan en paz.
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