No sé cómo me quedé dormido; sólo recuerdo que me despertaron las hormigas.
Ignoro si llegué caminando o si me trajo en los brazos el cansancio, hasta dejarme desparramado sobre este pedazo de tierra. De lo que estoy seguro es de venir huyendo de Joaquín Valdívar. Me perseguí por lo que le había hecho a su hija, pero sigo creyendo que ella tuvo la culpa; por ser tan inocente, por no haberse atrevido a gritar.
Desde niña llamaba la atención, por sus ojos de estrella color a tierra. Era tranquila y sus caderas eran insinuaciones de la mujer en la que se estaba convirtiendo. Le creció el pelo ondulado y conforme pasaban los años el balcón de sus ojos se hacía más profundo. Cuando llegó a la edad de ser mujer era ya la más hermosa que cualquiera, incluso su padre, hubiera visto.
Era sabido el deseo de muchos por quedarse con ella; el que yo la quisiera más que todos los demás, era cosa que me guardaba. Siempre ha habido lugar y tiempo para todo, menos para nosotros. Yo estaba muy viejo, muy curtido, ella, en cambio, era una flor nacida en tierra ingrata, un frágil tallo cualquiera podría permitirse cortar.
Me había resignado a que el tiempo me llevara entre suspiros. Hasta una noche donde se me apareció en sueños. Venía de blanco y se acercaba despacio, flotando; metió su mano en mi pecho y estrujó mi corazón, mientras murmuraba palabras que no eran suyas. “Para seguir siendo tienes que cruzar las fronteras de la vida” dijo y se fue como cada noche, con el hilo de mis sueños. Desperté agitado y comencé a pensar que si ella no era mía por gusto, lo sería, cuando menos una vez, por la fuerza.
Así pensaba cuando fui a verla. Me gusta echarle la culpa al viento caliente que me azotaba el rostro; si hubiera ido cualquier otro día, me hubiera acobardado pero el calor de la tierra suelta se me subía al corazón y me hacía avanzar. Tardé muy poco en llegar a casa de los Valdívar y cuando lo hice la encontré vacía, salvo por ella. Me recibió como si estuviera allí por su padre, me dijo que con ella le podía dejar recado pero no me invitó a pasar; hacía bien, a lo mejor la inundaba el presentimiento.
Tomé su mentón y apreté su mandíbula. La miré a los ojos y le dije tanto con mi silencio. Ella supo leer los matices de la nada, lo entendí cuando entre el miedo de sus ojos noté un poco de ternura. Pero el miedo no se iba, tampoco mis ganas por ella.
Poco a poco nos metimos en la casa, en un baile de forcejeos, hasta que logré ponerla contra un rincón. Ya sentía el sabor de su piel, ya acariciaba su pierna, ya subía por su falda, ya escuchaba ladrar los perros.
El deseo por mujer no se terminó, pero quiso más el deseo por la vida. Salí aprisa y me perdí entre la maleza. En ese momento no creí que le contaría a su padre sobre lo que no le hice; nunca contaba nada de lo que tantos otros le decían. Supe que me había equivocado cuando escuché, otra vez, el ladrido de los perros; nunca había sentido el destierro tan cerca ni mi casa tan lejos. Me fui, caminando, por el camino más cansado que había.
Aprendí a correr en ese día. Con Joaquín chupando las heridas que mis pies dejaban. Corría por las cicatrices abiertas en los montes, donde la única vegetación era la muerta, la amarilla agonizando con el sol. Tierra de piedras y espinas. Madre mía y de todas mis desgracias. El calor muerto estaba bajo cada grieta, siguiéndome junto con el viento traidor de las despedidas. La tierra se convertía a cada soplo en algo de polvo que se iba tragando mis pasos.
La lengua del sol lamía en un último movimiento las rajaduras que el temporal le había desenterrado a mi alma. Las espinas, lo único verde entre estos cerros, hacían presa de mi andar, cada vez más lento, cada vez más resignado. A golpes de momento fui cayendo en el silencio sin dejar de caminar; seguí, por entre los surcos grises hasta dar con el amanecer. Pero el sol renovado a mis espaldas no trajo nada, ni viento ni colores nuevos, sólo la burla intensa de la luna que se negaba a abandonar el cielo. El olvido me fue encontrando entre las rocas y por un momento me pregunté de que huía, volteé al cielo para preguntarles a los de arriba y encontré entre las nubes su sonrisa, miré el rastro de mis pasos por el viento y recordé que era morena y vi las sombras del mezquite y su pelo volvió a golpear mis recuerdos. Volví a saber cuál era la razón de ser tan miserable.
Seguí con el único paso que mis pies ruinosos aguantaban, lo hice hasta caer en la inconsciencia y aún después seguí caminado, atravesando los callos del mezquite y el nopal, bebiendo el agua de los fuegos.
Cuando desperté ya estaba aquí, embarrado, con las hormigas comiéndose mi boca.
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