30 may 2010

La sal sin ti

No recuerdo cuándo olvidé tu nombre. Puede que haya sido cuando no estábamos en Barcelona, recorriendo las calles hijas de la Rambla. Con el olor del mar tan cerca del hartazgo y el aliento salado de las gaviotas pegándome en la frente.

Caminando, entre parados y ladrones del cuello artista, sólo podía dibujarte entre las ramas de las sombras. Tenía hambre de tu pelo y ganas de morderte las entrañas. Sin un euro en el bolsillo, sólo me quedaba masticar tu nombre. Empecé a creer que el Colón equivocado apuntaba a la única salida posible: el mediterráneo, que parecía un mar vulgar con las arenas mandadas preparar para el verano. Quise sentarme en la pobreza de los pescadores, pero ahí ya no quedaba ninguno; sólo había limosneros, igual de pobres pero sin la dignidad de tomarse por miserables.

Me harté de que la sal de tu cuerpo fingiera estar en otras mujeres. Me largué lejos, a seguir caminando por la única calle que tenían mis pies. Vagué, cargando el sol en las espaldas. El sudor se confundía con el aire envejecido por la marea, se mezclaba con las lágrimas que no iba a derramar y acababa en el piso igual que los orines de los perros, hartos de mostrarle su desprecio a esta ciudad tan llena de cultura de tapiz. Llegué, sin detenerme, a una plaza rodeada de bancos y tiendas; cargada de estatuas y una fuente coronada por su habitual escultura. Me detuve a mirar a las palomas.

Aún tenía mi boleto de vuelta. Me fui, dejando atrás la ciudad que me era tan indiferente; entré a la ciudad que ocultaba mi hotel entre bicicletas. Cinco estrellas para una habitación vacía: luz y música de ambiente costaban tres veces el peso de mi maleta. Con la noche tirándose por la ventana, me entraban ganas de salir a buscarte. Te encontré; sentado bajo la regadera decidí que te había traído conmigo, dejándote siempre lejos.

Intenté dormir. El calor siempre hizo que la vida se me escapara por la nariz. Me quedé quieto, con tal de no teñir la almohada. Cerca del amanecer tuve que tragarme los coágulos de la soledad, esperando morir igual que la devastación. Sin ti, pasaba el tiempo en mediciones diferentes; las horas se medían en desconsuelo y los minutos para el alba se contaban en centímetros. Nunca llegó el sol: mi habitación daba con otro edificio. Cuando salí a buscarlo, ya me esperaba con el desayuno: nubes negras.

Llovía sobre Barcelona. Me había quedado esperándote.

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