22 dic 2009

Los rasguños en la pared

Lo primero que escuchó fue la ausencia de las aves.

Era ya tarde en la mañana y dónde debería de estar el chillido sin fin de alas raídas estaba únicamente el silencio profundo e interminable de los árboles y el viento. Los perros, en contra de su habito de recostarse sobre la hierba a recibir el sol como grandes lagartos amaestrados, estaban inquietos, moviendo el rabo con ansiedad pero silenciosos, casi al acecho. Hasta las hierbas tenían un aspecto extraño, lucían apagadas como si, por primera vez en mucho tiempo, lamentaran no poder correr, no poder esconderse.

Mamá había salido temprano, el sol todavía no reventaba y ella ya estaba lista para irse. Él se levantó también temprano, lo suficiente como para recibir de su madre el desayuno y una apresurada despedida; se quedó esperando que volviera mientras veía cómo pasaban los minutos en las hojas de los árboles y en las sombras de las piedras.

Después de una hora se había aburrido de esperar y decidió encender la televisión, cómo seguía siendo muy temprano sólo encontró programas para bebés; ya era niño grande, o cuando menos sabía fingir que lo era, así que unas arrugas aparecieron en su frente, y así, con arrugas y enojo, se puso a ver los programas que, según decía, le fastidiaban.

Los soles morían y dejaban otros a su paso por el viento, mientras él disfrazaba su espera con risas y luces. No pasó mucho cuando escuchó sonidos sobre su cabeza. Rasguños en las paredes y en el techo que se parecían a los que en las noches frías hacen mil muertos implorando algo de calor, una cobija, una piel de mujer, un trago de aguardiente, unos cuantos recuerdos. Procuraba no pensar en ellos, intentaba darles otras garras a esos chirridos, las de los pájaros de invierno que llegaban a su casa a hacer nidos de una sola estación pero ya antes había notado que los pájaros no estaban, ni sobre el techo ni sobre la hierba, pensó entonces en los gatos pero estos se esfumaron cuando escuchó los balbuceos.

Un escalofrío lo estremeció, ya antes había percibido esos ruidos. Había sido un año atrás, cuando aún dormía junto con sus padres en una noche tan fría que los muertos ni siquiera se molestaban en moverse. Había visto la sombra de una muñeca de tela moverse sobre el tejado y por una ventana entreabierta la había oído mientras conspiraba junto con la luna.

Tenía miedo, eso había sido un año atrás y la muñeca se había perdido en otra casa, se había encargado de que así fuera, pero los rasguños decían ora cosa y los mil balbuceos lo llamaban escaleras arriba, eran palabras como imanes, como hierro candente que fascina a los pequeños que pronto aprenden a no mirarlo.

Huyendo de lo que sabía, subió las escaleras y abrió de manera tímida la pesada puerta del cuarto de sus padres. Deseaba, con más fuerzas de las que tenía, estar equivocado, pero también hacía un nudo con sus tripas. El ruido era tan familiar que no había espacio para dudas.

Asomó su cabeza y lo vio, sentado sobre la cama, inerte y con la mirada fija en ninguna parte, como si estuviera muerto; allí estaba aquel hombrecillo blanco, con los ojos secos como trapos y los dientes largos como azadones, esperando, esperándolo.

Poco a poco cerró la puerta, correr era inútil. Apretó los labios, hundió los ojos y esperó; sólo conocía el presentimiento y no podía hacer más que resignarse.

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