No recuerdo cuándo olvidé tu nombre. Puede que haya sido cuando no estábamos en Barcelona, recorriendo las calles hijas de la Rambla. Con el olor del mar tan cerca del hartazgo y el aliento salado de las gaviotas pegándome en la frente.
Caminando, entre parados y ladrones del cuello artista, sólo podía dibujarte entre las ramas de las sombras. Tenía hambre de tu pelo y ganas de morderte las entrañas. Sin un euro en el bolsillo, sólo me quedaba masticar tu nombre. Empecé a creer que el Colón equivocado apuntaba a la única salida posible: el mediterráneo, que parecía un mar vulgar con las arenas mandadas preparar para el verano. Quise sentarme en la pobreza de los pescadores, pero ahí ya no quedaba ninguno; sólo había limosneros, igual de pobres pero sin la dignidad de tomarse por miserables.
Me harté de que la sal de tu cuerpo fingiera estar en otras mujeres. Me largué lejos, a seguir caminando por la única calle que tenían mis pies. Vagué, cargando el sol en las espaldas. El sudor se confundía con el aire envejecido por la marea, se mezclaba con las lágrimas que no iba a derramar y acababa en el piso igual que los orines de los perros, hartos de mostrarle su desprecio a esta ciudad tan llena de cultura de tapiz. Llegué, sin detenerme, a una plaza rodeada de bancos y tiendas; cargada de estatuas y una fuente coronada por su habitual escultura. Me detuve a mirar a las palomas.
Aún tenía mi boleto de vuelta. Me fui, dejando atrás la ciudad que me era tan indiferente; entré a la ciudad que ocultaba mi hotel entre bicicletas. Cinco estrellas para una habitación vacía: luz y música de ambiente costaban tres veces el peso de mi maleta. Con la noche tirándose por la ventana, me entraban ganas de salir a buscarte. Te encontré; sentado bajo la regadera decidí que te había traído conmigo, dejándote siempre lejos.
Intenté dormir. El calor siempre hizo que la vida se me escapara por la nariz. Me quedé quieto, con tal de no teñir la almohada. Cerca del amanecer tuve que tragarme los coágulos de la soledad, esperando morir igual que la devastación. Sin ti, pasaba el tiempo en mediciones diferentes; las horas se medían en desconsuelo y los minutos para el alba se contaban en centímetros. Nunca llegó el sol: mi habitación daba con otro edificio. Cuando salí a buscarlo, ya me esperaba con el desayuno: nubes negras.
Llovía sobre Barcelona. Me había quedado esperándote.
30 may 2010
31 mar 2010
A manera de respuesta
Hemos caminado desde hace varias horas. Venimos cansados de esperar a que nos llamen, por eso empezamos a caminar, para ver si así nos encontrábamos palabras.
Seremos cuatro y, hasta donde yo sé, todos venimos buscando lo mismo en distintas personas. Yo vengo de aquel llano, verde y gris, con su viento de cabellos cortos. Vengo buscando un camino con pasos de mujer.
De los cuatro, yo habré sido el más tardado. Apenas hace tres días que me entregaron el huracán de letras que acabó por sacarme del surco en el que estaba dormido. A los otros tres los encontré caminando; ya los conocía, pero tenía tiempo de no verlos. Aún no hemos hablado, pero se les nota en la mirada que vienen buscando algo, ya en su respiración uno se da cuenta de qué es eso que buscan.
Venimos en fila, andando entre los mezquites que aquí hicieron su nido. A lo lejos, pegados a los cerros, se pueden ver varios pueblos por donde se mueven las nubes. Aquí, por la costra de piedras y hierba seca que nos empeñamos en remendar, no pasan nubes, la única sombra está hecha de espinas y lo más delicado que hay, es el polvo.
En estos lugares no me puedo acordar de ella. No puedo comparar su cuerpo con las puntas y picos que parecen salirle a todo lo que tiene la desgracia de vivir por aquí. Allá, de dónde vengo, sí puedo recordarla; acostado en las raíces de algún cerezo puedo imaginarme bebiendo un pedazo de noche de sus labios, o decir que el río tiene su misma mirada, inquieta de tanto soñar. Aquí no, en este camino no hay ningún río y sólo la música de luna puede recordarme, un poco, la causa de nuestro caminar.
Hace rato paramos a encender un fuego. Nos sentamos. Queríamos ver si, con la luz, se nos acercaba cuando menos un ánima a velarnos el sueño. Vimos que no, que sobre esta tierra tan muerta ni los fantasmas quieren quedarse. Vimos eso y quisimos seguir moviéndonos, pero el cansancio nos mantuvo pegados al suelo. Sólo se pudo levantar aquel que tiene nombre de santo. Se llama Juan. Es el más apurado de nosotros; se enamoró de no sé cuál ruido y desde hace dos años lo está buscando. Después de él, y nada más para ayudarlo a sostenerse, se levantó Elena. Ella tiene los ojos tristes; se despertó un día y los tenía así, como dos acantilados secos. Desde entonces sonríe.
Junto conmigo, se quedó sentada Delia. No dice nada desde hace mucho. Se le acabaron las palabras consolando a las hierbas que aunque son más verdes, pierden su sentimiento en marzo. Debe ser la más vieja de todos, se le puede adivinar en la piel grabada de sonidos, de lágrimas y astillas rojas, de esas que deja el invierno.
Me hubiera gustado quedarme así, sentado, pero mis pies tenían ganas de caminar y a los otros se les notaba la impaciencia en los párpados. Nos fuimos antes de la aurora. Con ese cuerno de luz lamiéndome la frente no supe si iba buscando algo o si alguien me buscaba a mí. Sólo sabía que nunca lo iba a alcanzar. Ni caminado, ni siendo golondrina. Según subió el sol, los reflejos de la tierra me fueron dando la razón. Ahora todo me parecía más feliz de lo que era. Los tordos y los zopilotes se veían como calandrias y cenzontles, de esos que traen los pajareros. Los nopales estaban más vivos que todas las flores que van a crecer a un lado del río. Hasta el viento, apaleado y de cabellos largos, era más sincero. Cuando menos, aquellas piedras cortadas a tajos de olvido, y que me vinieron acompañando todo el viaje, no me hablaban. Allá, en el llano que me trajo al mundo, cualquier cosa me susurraba al oído algo: los laureles no callaban, incluso unos labios que me habían acostumbrado al silencio acabaron por hablarme. Nos vemos en el camino, me dijo su dueña. No se despidió, sólo me mandó una paloma a decirme eso.
Yo con mucho gusto la hubiera seguido a cualquier lugar; me hubiera desgarrado los dedos y las rodillas con tal de besarle los pasos, pero nunca supe por dónde se fue. De ser esta una tierra de sólo una ruta ya sabría por dónde anda, pero aquí los caminos se cruzan, se funden y se separan; parecen ríos hechos de la misma baba con la que tejieron el tiempo y, según el capricho de la brisa, uno acaba en lugares lejanos, más allá de los cielos nublados que rodean con su anillo de serpiente a todas nuestras desgracias.
Lo que me preocupa ahora es que el camino se está acabando muy rápido. Desde hace rato se siente en las espaldas la sobra de un pueblo. Seguramente me engañaron, o me equivoqué de rumbo; ya no me importa. Si me equivoqué de camino ya hace mucho que habrá dejado de esperarme, si sigue ahí, pues se lo ganó. Me había roto el silencio más por compromiso que por vocación. Le ofrecí mi alma envuelta en suspiros hace varias semanas, pero ahora que se la quede; que le toque a ella esa molestia y si no la quiere, que la venda: a las piedras, a los árboles, al cielo. Que la venda por partes; para eso sirve, para que la despedacen lo perros y los niños. Que el tiempo se la rife, que el agua se quede con sus huesos, que el polvo se de gusto con sus letras. A mí nunca me sirvió de nada. Me dio un corazón que acabé regalando, una voz que prefiero mantener callada y unas penas que aún me pesan.
Si la encuentro seré yo quien me despida. Aún cuando me suene a suspiro su nombre, aún con sus ojos dándome de beber estrellas. Con todo el dolor de mis lágrimas me tendré que quedar en el pueblo. No a llorarla, nomás a vivir sin ella.
Seremos cuatro y, hasta donde yo sé, todos venimos buscando lo mismo en distintas personas. Yo vengo de aquel llano, verde y gris, con su viento de cabellos cortos. Vengo buscando un camino con pasos de mujer.
De los cuatro, yo habré sido el más tardado. Apenas hace tres días que me entregaron el huracán de letras que acabó por sacarme del surco en el que estaba dormido. A los otros tres los encontré caminando; ya los conocía, pero tenía tiempo de no verlos. Aún no hemos hablado, pero se les nota en la mirada que vienen buscando algo, ya en su respiración uno se da cuenta de qué es eso que buscan.
Venimos en fila, andando entre los mezquites que aquí hicieron su nido. A lo lejos, pegados a los cerros, se pueden ver varios pueblos por donde se mueven las nubes. Aquí, por la costra de piedras y hierba seca que nos empeñamos en remendar, no pasan nubes, la única sombra está hecha de espinas y lo más delicado que hay, es el polvo.
En estos lugares no me puedo acordar de ella. No puedo comparar su cuerpo con las puntas y picos que parecen salirle a todo lo que tiene la desgracia de vivir por aquí. Allá, de dónde vengo, sí puedo recordarla; acostado en las raíces de algún cerezo puedo imaginarme bebiendo un pedazo de noche de sus labios, o decir que el río tiene su misma mirada, inquieta de tanto soñar. Aquí no, en este camino no hay ningún río y sólo la música de luna puede recordarme, un poco, la causa de nuestro caminar.
Hace rato paramos a encender un fuego. Nos sentamos. Queríamos ver si, con la luz, se nos acercaba cuando menos un ánima a velarnos el sueño. Vimos que no, que sobre esta tierra tan muerta ni los fantasmas quieren quedarse. Vimos eso y quisimos seguir moviéndonos, pero el cansancio nos mantuvo pegados al suelo. Sólo se pudo levantar aquel que tiene nombre de santo. Se llama Juan. Es el más apurado de nosotros; se enamoró de no sé cuál ruido y desde hace dos años lo está buscando. Después de él, y nada más para ayudarlo a sostenerse, se levantó Elena. Ella tiene los ojos tristes; se despertó un día y los tenía así, como dos acantilados secos. Desde entonces sonríe.
Junto conmigo, se quedó sentada Delia. No dice nada desde hace mucho. Se le acabaron las palabras consolando a las hierbas que aunque son más verdes, pierden su sentimiento en marzo. Debe ser la más vieja de todos, se le puede adivinar en la piel grabada de sonidos, de lágrimas y astillas rojas, de esas que deja el invierno.
Me hubiera gustado quedarme así, sentado, pero mis pies tenían ganas de caminar y a los otros se les notaba la impaciencia en los párpados. Nos fuimos antes de la aurora. Con ese cuerno de luz lamiéndome la frente no supe si iba buscando algo o si alguien me buscaba a mí. Sólo sabía que nunca lo iba a alcanzar. Ni caminado, ni siendo golondrina. Según subió el sol, los reflejos de la tierra me fueron dando la razón. Ahora todo me parecía más feliz de lo que era. Los tordos y los zopilotes se veían como calandrias y cenzontles, de esos que traen los pajareros. Los nopales estaban más vivos que todas las flores que van a crecer a un lado del río. Hasta el viento, apaleado y de cabellos largos, era más sincero. Cuando menos, aquellas piedras cortadas a tajos de olvido, y que me vinieron acompañando todo el viaje, no me hablaban. Allá, en el llano que me trajo al mundo, cualquier cosa me susurraba al oído algo: los laureles no callaban, incluso unos labios que me habían acostumbrado al silencio acabaron por hablarme. Nos vemos en el camino, me dijo su dueña. No se despidió, sólo me mandó una paloma a decirme eso.
Yo con mucho gusto la hubiera seguido a cualquier lugar; me hubiera desgarrado los dedos y las rodillas con tal de besarle los pasos, pero nunca supe por dónde se fue. De ser esta una tierra de sólo una ruta ya sabría por dónde anda, pero aquí los caminos se cruzan, se funden y se separan; parecen ríos hechos de la misma baba con la que tejieron el tiempo y, según el capricho de la brisa, uno acaba en lugares lejanos, más allá de los cielos nublados que rodean con su anillo de serpiente a todas nuestras desgracias.
Lo que me preocupa ahora es que el camino se está acabando muy rápido. Desde hace rato se siente en las espaldas la sobra de un pueblo. Seguramente me engañaron, o me equivoqué de rumbo; ya no me importa. Si me equivoqué de camino ya hace mucho que habrá dejado de esperarme, si sigue ahí, pues se lo ganó. Me había roto el silencio más por compromiso que por vocación. Le ofrecí mi alma envuelta en suspiros hace varias semanas, pero ahora que se la quede; que le toque a ella esa molestia y si no la quiere, que la venda: a las piedras, a los árboles, al cielo. Que la venda por partes; para eso sirve, para que la despedacen lo perros y los niños. Que el tiempo se la rife, que el agua se quede con sus huesos, que el polvo se de gusto con sus letras. A mí nunca me sirvió de nada. Me dio un corazón que acabé regalando, una voz que prefiero mantener callada y unas penas que aún me pesan.
Si la encuentro seré yo quien me despida. Aún cuando me suene a suspiro su nombre, aún con sus ojos dándome de beber estrellas. Con todo el dolor de mis lágrimas me tendré que quedar en el pueblo. No a llorarla, nomás a vivir sin ella.
26 ene 2010
El recuerdo de su cara entre la tierra
No sé cómo me quedé dormido; sólo recuerdo que me despertaron las hormigas.
Ignoro si llegué caminando o si me trajo en los brazos el cansancio, hasta dejarme desparramado sobre este pedazo de tierra. De lo que estoy seguro es de venir huyendo de Joaquín Valdívar. Me perseguí por lo que le había hecho a su hija, pero sigo creyendo que ella tuvo la culpa; por ser tan inocente, por no haberse atrevido a gritar.
Desde niña llamaba la atención, por sus ojos de estrella color a tierra. Era tranquila y sus caderas eran insinuaciones de la mujer en la que se estaba convirtiendo. Le creció el pelo ondulado y conforme pasaban los años el balcón de sus ojos se hacía más profundo. Cuando llegó a la edad de ser mujer era ya la más hermosa que cualquiera, incluso su padre, hubiera visto.
Era sabido el deseo de muchos por quedarse con ella; el que yo la quisiera más que todos los demás, era cosa que me guardaba. Siempre ha habido lugar y tiempo para todo, menos para nosotros. Yo estaba muy viejo, muy curtido, ella, en cambio, era una flor nacida en tierra ingrata, un frágil tallo cualquiera podría permitirse cortar.
Me había resignado a que el tiempo me llevara entre suspiros. Hasta una noche donde se me apareció en sueños. Venía de blanco y se acercaba despacio, flotando; metió su mano en mi pecho y estrujó mi corazón, mientras murmuraba palabras que no eran suyas. “Para seguir siendo tienes que cruzar las fronteras de la vida” dijo y se fue como cada noche, con el hilo de mis sueños. Desperté agitado y comencé a pensar que si ella no era mía por gusto, lo sería, cuando menos una vez, por la fuerza.
Así pensaba cuando fui a verla. Me gusta echarle la culpa al viento caliente que me azotaba el rostro; si hubiera ido cualquier otro día, me hubiera acobardado pero el calor de la tierra suelta se me subía al corazón y me hacía avanzar. Tardé muy poco en llegar a casa de los Valdívar y cuando lo hice la encontré vacía, salvo por ella. Me recibió como si estuviera allí por su padre, me dijo que con ella le podía dejar recado pero no me invitó a pasar; hacía bien, a lo mejor la inundaba el presentimiento.
Tomé su mentón y apreté su mandíbula. La miré a los ojos y le dije tanto con mi silencio. Ella supo leer los matices de la nada, lo entendí cuando entre el miedo de sus ojos noté un poco de ternura. Pero el miedo no se iba, tampoco mis ganas por ella.
Poco a poco nos metimos en la casa, en un baile de forcejeos, hasta que logré ponerla contra un rincón. Ya sentía el sabor de su piel, ya acariciaba su pierna, ya subía por su falda, ya escuchaba ladrar los perros.
El deseo por mujer no se terminó, pero quiso más el deseo por la vida. Salí aprisa y me perdí entre la maleza. En ese momento no creí que le contaría a su padre sobre lo que no le hice; nunca contaba nada de lo que tantos otros le decían. Supe que me había equivocado cuando escuché, otra vez, el ladrido de los perros; nunca había sentido el destierro tan cerca ni mi casa tan lejos. Me fui, caminando, por el camino más cansado que había.
Aprendí a correr en ese día. Con Joaquín chupando las heridas que mis pies dejaban. Corría por las cicatrices abiertas en los montes, donde la única vegetación era la muerta, la amarilla agonizando con el sol. Tierra de piedras y espinas. Madre mía y de todas mis desgracias. El calor muerto estaba bajo cada grieta, siguiéndome junto con el viento traidor de las despedidas. La tierra se convertía a cada soplo en algo de polvo que se iba tragando mis pasos.
La lengua del sol lamía en un último movimiento las rajaduras que el temporal le había desenterrado a mi alma. Las espinas, lo único verde entre estos cerros, hacían presa de mi andar, cada vez más lento, cada vez más resignado. A golpes de momento fui cayendo en el silencio sin dejar de caminar; seguí, por entre los surcos grises hasta dar con el amanecer. Pero el sol renovado a mis espaldas no trajo nada, ni viento ni colores nuevos, sólo la burla intensa de la luna que se negaba a abandonar el cielo. El olvido me fue encontrando entre las rocas y por un momento me pregunté de que huía, volteé al cielo para preguntarles a los de arriba y encontré entre las nubes su sonrisa, miré el rastro de mis pasos por el viento y recordé que era morena y vi las sombras del mezquite y su pelo volvió a golpear mis recuerdos. Volví a saber cuál era la razón de ser tan miserable.
Seguí con el único paso que mis pies ruinosos aguantaban, lo hice hasta caer en la inconsciencia y aún después seguí caminado, atravesando los callos del mezquite y el nopal, bebiendo el agua de los fuegos.
Cuando desperté ya estaba aquí, embarrado, con las hormigas comiéndose mi boca.
Ignoro si llegué caminando o si me trajo en los brazos el cansancio, hasta dejarme desparramado sobre este pedazo de tierra. De lo que estoy seguro es de venir huyendo de Joaquín Valdívar. Me perseguí por lo que le había hecho a su hija, pero sigo creyendo que ella tuvo la culpa; por ser tan inocente, por no haberse atrevido a gritar.
Desde niña llamaba la atención, por sus ojos de estrella color a tierra. Era tranquila y sus caderas eran insinuaciones de la mujer en la que se estaba convirtiendo. Le creció el pelo ondulado y conforme pasaban los años el balcón de sus ojos se hacía más profundo. Cuando llegó a la edad de ser mujer era ya la más hermosa que cualquiera, incluso su padre, hubiera visto.
Era sabido el deseo de muchos por quedarse con ella; el que yo la quisiera más que todos los demás, era cosa que me guardaba. Siempre ha habido lugar y tiempo para todo, menos para nosotros. Yo estaba muy viejo, muy curtido, ella, en cambio, era una flor nacida en tierra ingrata, un frágil tallo cualquiera podría permitirse cortar.
Me había resignado a que el tiempo me llevara entre suspiros. Hasta una noche donde se me apareció en sueños. Venía de blanco y se acercaba despacio, flotando; metió su mano en mi pecho y estrujó mi corazón, mientras murmuraba palabras que no eran suyas. “Para seguir siendo tienes que cruzar las fronteras de la vida” dijo y se fue como cada noche, con el hilo de mis sueños. Desperté agitado y comencé a pensar que si ella no era mía por gusto, lo sería, cuando menos una vez, por la fuerza.
Así pensaba cuando fui a verla. Me gusta echarle la culpa al viento caliente que me azotaba el rostro; si hubiera ido cualquier otro día, me hubiera acobardado pero el calor de la tierra suelta se me subía al corazón y me hacía avanzar. Tardé muy poco en llegar a casa de los Valdívar y cuando lo hice la encontré vacía, salvo por ella. Me recibió como si estuviera allí por su padre, me dijo que con ella le podía dejar recado pero no me invitó a pasar; hacía bien, a lo mejor la inundaba el presentimiento.
Tomé su mentón y apreté su mandíbula. La miré a los ojos y le dije tanto con mi silencio. Ella supo leer los matices de la nada, lo entendí cuando entre el miedo de sus ojos noté un poco de ternura. Pero el miedo no se iba, tampoco mis ganas por ella.
Poco a poco nos metimos en la casa, en un baile de forcejeos, hasta que logré ponerla contra un rincón. Ya sentía el sabor de su piel, ya acariciaba su pierna, ya subía por su falda, ya escuchaba ladrar los perros.
El deseo por mujer no se terminó, pero quiso más el deseo por la vida. Salí aprisa y me perdí entre la maleza. En ese momento no creí que le contaría a su padre sobre lo que no le hice; nunca contaba nada de lo que tantos otros le decían. Supe que me había equivocado cuando escuché, otra vez, el ladrido de los perros; nunca había sentido el destierro tan cerca ni mi casa tan lejos. Me fui, caminando, por el camino más cansado que había.
Aprendí a correr en ese día. Con Joaquín chupando las heridas que mis pies dejaban. Corría por las cicatrices abiertas en los montes, donde la única vegetación era la muerta, la amarilla agonizando con el sol. Tierra de piedras y espinas. Madre mía y de todas mis desgracias. El calor muerto estaba bajo cada grieta, siguiéndome junto con el viento traidor de las despedidas. La tierra se convertía a cada soplo en algo de polvo que se iba tragando mis pasos.
La lengua del sol lamía en un último movimiento las rajaduras que el temporal le había desenterrado a mi alma. Las espinas, lo único verde entre estos cerros, hacían presa de mi andar, cada vez más lento, cada vez más resignado. A golpes de momento fui cayendo en el silencio sin dejar de caminar; seguí, por entre los surcos grises hasta dar con el amanecer. Pero el sol renovado a mis espaldas no trajo nada, ni viento ni colores nuevos, sólo la burla intensa de la luna que se negaba a abandonar el cielo. El olvido me fue encontrando entre las rocas y por un momento me pregunté de que huía, volteé al cielo para preguntarles a los de arriba y encontré entre las nubes su sonrisa, miré el rastro de mis pasos por el viento y recordé que era morena y vi las sombras del mezquite y su pelo volvió a golpear mis recuerdos. Volví a saber cuál era la razón de ser tan miserable.
Seguí con el único paso que mis pies ruinosos aguantaban, lo hice hasta caer en la inconsciencia y aún después seguí caminado, atravesando los callos del mezquite y el nopal, bebiendo el agua de los fuegos.
Cuando desperté ya estaba aquí, embarrado, con las hormigas comiéndose mi boca.
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