Era de noche, la ciudad se veía oscura, sin ninguna luz en el cielo aunque si varias en las calles: luces de automóviles, luces de prostíbulos, luces de bares y luces de detonación. Por las aceras llenas de nieve el invierno se hacía notar; era un invierno crudo donde el frío volvía al pavimento frágil como el cristal y obligaba a los habitantes de aquella ciudad perdida en el pecado a cubrir sus decadentes cuerpos.
Él se encontraba sentado en el callejón, recargado en la pared y absorto en su cigarro mientras recordaba lo mucho que detestaba a la ciudad y a su clima. Debía de estar cerca la navidad, lo notaba en el frío y en la falta de trabajo; a pesar de ser la ciudad que era los hipócritas de sus habitantes hacían las paces con la moral o al menos lo intentaban. Detestaba navidad, detestaba el frío y destetaba la ciudad.
Había nacido allí y la ciudad ya le había mostrado su feo rostro. Las calles eran ríos y los ríos estaban llenos de suciedad y amargura, y, cuando las coladeras ya no pudieran soportar más de aquella inmundicia todos sus habitantes, esas larvas hipócritas, saldrían a morir, y las prostitutas y los asesinos revolcándose por última vez en su mierda con olor a sexo y violencia mirarían arriba y gritarían: “sálvanos” y el miraría hacia abajo y diría “no”. Pero por lo pronto la sucia porquería seguía teniendo cabida en las cloacas y mientras eso siguiera así él tendría que trabajar para aquellos a quienes algún día negaría.
Tenía razón, se acercaba navidad y ahora sus, así llamados, compañeros se acercaban con un regalo, no para él, para ellos. Una mujer, no una de aquellas bestias que rondaban las calles con apariencia de dama pero con el único deseo de conseguir dinero, no, ella era distinta, ella era familiar pero ¿quién era?
Cuando la vio a los ojos lo comprendió, era aquella mujer con la que se despertaba, era la mujer de la cual estuvo enamorado tanto tiempo, cuando aun era joven, cuando aun tenia un poco de esperanzas, era aquella mujer con la cual no se atrevía a hablar y que ahora no se atrevería a salvar.
Vio con tristeza y con dolor como desgarraban sus ropas, como la dejaban como un animal, expuesta a la lluvia y al frío, como la golpeaban, como la tomaban del cabello y la violaban, dándose turnos, riéndose y contando bromas al mismo tiempo que la insultaban; vio como torturaban lo que quedaba de sus esperanzas, como rompían sus recuerdos y como acababan con la hermosura de lo que pudo ser. Durante todo el tiempo que ese espectáculo duró sostuvo su arma con firmeza, pero no se atrevió a sacarla, a veces pensó en llorar y en correr pero el miedo era más fuerte, al final pensó en escapar pero su cobardía seguía allí.
Acabaron y los bastardos se fueron, dejándola tirada, cubierta de inmundicia, con rencor en los ojos y con dolor como el único recuerdo que nunca se iría. Ya no había nada que pudiera hacer, pero se acercó a ella y la cubrió con su abrigo, la apretó fuerte en sus brazos y bajo la lluvia la acompaño hasta su auto. Condujo lo más lejos que pudo, a un lugar que ni siquiera el conocía, ya nada importaba. Constantemente la miraba de reojo, como solía hacerlo cuando estaba en la escuela, pero esta ya no era la escuela y ella ya no era la misma. El rostro antiguo, lleno de felicidad e inocencia, de frescura y vitalidad se había ido, ahora estaba aquella masa de piel con lagrimas en los pliegues, con terror en el rostro pero con odio en los ojos; esa ya no era la mujer que había amado.
Paró en un callejón apartado y desconocido, la saco del automóvil procurando no lastimarla, la tuvo que cargar porque ella no tenía fuerzas ni disposición para moverse, no soportaba verla reducida a ese estado tan lastimero. La puso en el piso y desenfundo su arma, quiso besarla por primera y última vez pero no se atrevió, pensó en su fantasía de limpiar la ciudad pero se dio cuenta de que era un cobarde. Fue ahí cuando empezó a llorar.
Aquel hombre duro lloraba, lloraba a montones y las cicatrices de su rostro servían como cauce para un río de sal. Las lágrimas mezcladas con la lluvia salpicaban el arma y con un beso de plomo en la sien le dio un metálico duro adiós.
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3 comentarios:
wow, mucha suciedad y prostitutas xD pero es una gran historia, como todo lo que escribes, genial :)
Muy interesante, Martín.
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