Empezaba una mañana hermosa, el viento soplaba una brisa ligera que movía las hojas de los árboles, el sol brindaba una tímida sonrisa en forma de calor que los pájaros aprovechaban muy bien; él por lo mientras seguía dormido. El corazón empezó con su tamborileo habitual y él abrió lo ojos. La almohada vacía fue su primera visión así que volvió a cerrar los ojos con la esperanza de encontrar su sueño donde lo había dejado. El fallo fue rotundo ahora se encontraba despierto con lo ojos cerrados.
El silencio lo rodeaba todo y si en ese momento abriera los ojos sólo se encontraría con la soledad como compañía. Decide no darle esa satisfacción y permanece con los parpados sellados.
Aguarda con paciencia a que su respiración rítmica le sirva como arrullo y lo haga dormir, aguarda con paciencia pero no ve resultados. Con la soledad y el peso de la mañana se ve obligado a recordarla, a pensar en ella. Se ve aquejado por la tortura de no ser idiota y de tener la suficiente inteligencia como para sufrir y ser miserable. Podría salir, abrir los ojos y escapar a una mundo más extraño pero que no le guarda tantos rencores, podría elegir olvidarla y fingir que no pasó nada; podría hacer muchas cosas pero sólo se queda quieto, sufriendo y esperando algo que ya antes lo había atormentado.
Aguarda un poco a que venga aquel extraño compañero. En un momento lo escucha venir, con su lamento de serpiente, con su rostro de espejo y su voz idéntica a la de él pero con una actitud ante la vida que dista mucho de su serenidad, le gusta decirle, cobardía le grita aquel.
Humano idiota-dice a modo de saludo- decidiste quedarte conmigo a sufrir y llorar en tu patético lecho.
Le gustaría responderle y discutir pero como reacción simplemente da un suspiro.
Su compañero empieza a soltar como un trueno todas las estupideces que ha hecho, tiene a la memoria como aliado y a la vergüenza como amiga íntima.. Esta triada ataca con tal pasión que hasta son inspiradores.
Hoy no se siente con ganas de discutir y deja, por piedad a su persona, que continúen con su parloteo.
Si supiera fumar ya tendría ahora un cigarro, lo encendería y dejaría que sus palabras se mezclaran con el humo para saborearlas un poco y luego dejarlas ir. No sabe fumar así que se conforma con un chicle.
Mastica una vez y adiós vergüenza, mastica otra vez y adiós memoria. Se detiene, no se atreve a aplastarle la cabeza a la única compañía que tiene en esos momentos, aun si esa compañía es una alucinación que esgrime palabras crudas en lugar de un saludo.
Da otro suspiro y se resigna a abrir los ojos. Afuera hay un escándalo, el viento cae suavemente sobre las hojas de los árboles y las gotas de rocío impregnan la verde alfombra que tiene por jardín. De nuevo a la monotonía del día y con un bufido se vuelve a resignar, está vez a dormir con los ojos abiertos.
25 may 2009
3 may 2009
Ella
La noche maduraba. Por la ventana abierta se coló un grito. Era ella, no, no podía ser ella; estaba muerta, deseaba que estuviera muerta.
El aire emitía un gemido a lo lejos y ella estaba muerta. Los árboles arañaban la oscuridad y ella estaba muerta. La luz blanca de la luna caía sobre el pavimento y ella seguía muerta. Todo lo normal, lo natural, indicaba su deceso, pero ese grito, ese clamor, ese lastimero pedido de ayuda decía todo lo contrario.
El frío calaba sobre la piel desnuda, el viento se enterraba en la carne como espinas y las hierbas desgarraban los músculos mientras se abría paso entre ellas para por fin llegar a donde ella se encontraba. Parado sobre el sitio comenzó su faena. La tierra seca que se arremolinaba sobre un solo lugar, limpio de plantas como anunciando que la vida no era bienvenida, cedió el paso a una tierra fresca y húmeda, cada vez más viva con gusanos e insectos amantes de la muerte y la podredumbre.
La tierra, el frío, el lugar, todo indicaba, gritaba, que ella estaba muerta. Aun así seguía cavando, explorando las entrañas e impregnando de sudor la tierra mientras hundía la pala, una, dos y tres veces en un ciclo que se repitió hasta que escucho el sonido del metal contra madera.
Ahí estaba la caja, dentro debía estar el cuerpo, ella estaba muerta, ahora el olor se lo decía pero el se negaba; ella no estaba muerta, no podía, no debía estar muerta.
Rompió las tablas y tomo los huesos que aun seguían unidos por finas hebras de carne; la miro, la examinó y la recordó, todo en un segundo. La razón, los sentidos, la fresca luz de la luna, todo repetía lo mismo: ella está muerta.
Se resignó a su suerte y decidió volverla a la tierra. Antes le dirigió por última vez la mirada al rostro. Estaba intacto, con los ojos cerrados como si durmiera, con esa tierna expresión y con esos labios que aún conservaban su color. Acercó su cara, puso sus labios a unos centímetros de ella y sopló como esperando darle unos instantes de vida con ese suspiro. No paso nada. Cerro sus ojos acerco su boca y le dio un beso de despedida.
Cuando abrió los parpados vio como los ojos de ella estaban fijos en él; vio como el pecho se movía rítmicamente respirando y vio como la carne putrefacta de los dedos se dirigía hacia su rostro. Aunque pudo correr, dejar el cuerpo en la tierra como ofrenda a los gusanos y huir, no lo hizo, sus piernas no se movieron. Ella había sido la mujer que había amado y ahora que la muerte no había podido arrebatársela no la pensaba abandonar. Cerró los ojos de nuevo y fundiéndose en un abrazo se enterró junto con ella.
A la mañana siguiente el sol caía sobre la tierra fría, él despertó jadeante y ella seguía muerta.
El aire emitía un gemido a lo lejos y ella estaba muerta. Los árboles arañaban la oscuridad y ella estaba muerta. La luz blanca de la luna caía sobre el pavimento y ella seguía muerta. Todo lo normal, lo natural, indicaba su deceso, pero ese grito, ese clamor, ese lastimero pedido de ayuda decía todo lo contrario.
El frío calaba sobre la piel desnuda, el viento se enterraba en la carne como espinas y las hierbas desgarraban los músculos mientras se abría paso entre ellas para por fin llegar a donde ella se encontraba. Parado sobre el sitio comenzó su faena. La tierra seca que se arremolinaba sobre un solo lugar, limpio de plantas como anunciando que la vida no era bienvenida, cedió el paso a una tierra fresca y húmeda, cada vez más viva con gusanos e insectos amantes de la muerte y la podredumbre.
La tierra, el frío, el lugar, todo indicaba, gritaba, que ella estaba muerta. Aun así seguía cavando, explorando las entrañas e impregnando de sudor la tierra mientras hundía la pala, una, dos y tres veces en un ciclo que se repitió hasta que escucho el sonido del metal contra madera.
Ahí estaba la caja, dentro debía estar el cuerpo, ella estaba muerta, ahora el olor se lo decía pero el se negaba; ella no estaba muerta, no podía, no debía estar muerta.
Rompió las tablas y tomo los huesos que aun seguían unidos por finas hebras de carne; la miro, la examinó y la recordó, todo en un segundo. La razón, los sentidos, la fresca luz de la luna, todo repetía lo mismo: ella está muerta.
Se resignó a su suerte y decidió volverla a la tierra. Antes le dirigió por última vez la mirada al rostro. Estaba intacto, con los ojos cerrados como si durmiera, con esa tierna expresión y con esos labios que aún conservaban su color. Acercó su cara, puso sus labios a unos centímetros de ella y sopló como esperando darle unos instantes de vida con ese suspiro. No paso nada. Cerro sus ojos acerco su boca y le dio un beso de despedida.
Cuando abrió los parpados vio como los ojos de ella estaban fijos en él; vio como el pecho se movía rítmicamente respirando y vio como la carne putrefacta de los dedos se dirigía hacia su rostro. Aunque pudo correr, dejar el cuerpo en la tierra como ofrenda a los gusanos y huir, no lo hizo, sus piernas no se movieron. Ella había sido la mujer que había amado y ahora que la muerte no había podido arrebatársela no la pensaba abandonar. Cerró los ojos de nuevo y fundiéndose en un abrazo se enterró junto con ella.
A la mañana siguiente el sol caía sobre la tierra fría, él despertó jadeante y ella seguía muerta.
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