Hemos caminado desde hace varias horas. Venimos cansados de esperar a que nos llamen, por eso empezamos a caminar, para ver si así nos encontrábamos palabras.
Seremos cuatro y, hasta donde yo sé, todos venimos buscando lo mismo en distintas personas. Yo vengo de aquel llano, verde y gris, con su viento de cabellos cortos. Vengo buscando un camino con pasos de mujer.
De los cuatro, yo habré sido el más tardado. Apenas hace tres días que me entregaron el huracán de letras que acabó por sacarme del surco en el que estaba dormido. A los otros tres los encontré caminando; ya los conocía, pero tenía tiempo de no verlos. Aún no hemos hablado, pero se les nota en la mirada que vienen buscando algo, ya en su respiración uno se da cuenta de qué es eso que buscan.
Venimos en fila, andando entre los mezquites que aquí hicieron su nido. A lo lejos, pegados a los cerros, se pueden ver varios pueblos por donde se mueven las nubes. Aquí, por la costra de piedras y hierba seca que nos empeñamos en remendar, no pasan nubes, la única sombra está hecha de espinas y lo más delicado que hay, es el polvo.
En estos lugares no me puedo acordar de ella. No puedo comparar su cuerpo con las puntas y picos que parecen salirle a todo lo que tiene la desgracia de vivir por aquí. Allá, de dónde vengo, sí puedo recordarla; acostado en las raíces de algún cerezo puedo imaginarme bebiendo un pedazo de noche de sus labios, o decir que el río tiene su misma mirada, inquieta de tanto soñar. Aquí no, en este camino no hay ningún río y sólo la música de luna puede recordarme, un poco, la causa de nuestro caminar.
Hace rato paramos a encender un fuego. Nos sentamos. Queríamos ver si, con la luz, se nos acercaba cuando menos un ánima a velarnos el sueño. Vimos que no, que sobre esta tierra tan muerta ni los fantasmas quieren quedarse. Vimos eso y quisimos seguir moviéndonos, pero el cansancio nos mantuvo pegados al suelo. Sólo se pudo levantar aquel que tiene nombre de santo. Se llama Juan. Es el más apurado de nosotros; se enamoró de no sé cuál ruido y desde hace dos años lo está buscando. Después de él, y nada más para ayudarlo a sostenerse, se levantó Elena. Ella tiene los ojos tristes; se despertó un día y los tenía así, como dos acantilados secos. Desde entonces sonríe.
Junto conmigo, se quedó sentada Delia. No dice nada desde hace mucho. Se le acabaron las palabras consolando a las hierbas que aunque son más verdes, pierden su sentimiento en marzo. Debe ser la más vieja de todos, se le puede adivinar en la piel grabada de sonidos, de lágrimas y astillas rojas, de esas que deja el invierno.
Me hubiera gustado quedarme así, sentado, pero mis pies tenían ganas de caminar y a los otros se les notaba la impaciencia en los párpados. Nos fuimos antes de la aurora. Con ese cuerno de luz lamiéndome la frente no supe si iba buscando algo o si alguien me buscaba a mí. Sólo sabía que nunca lo iba a alcanzar. Ni caminado, ni siendo golondrina. Según subió el sol, los reflejos de la tierra me fueron dando la razón. Ahora todo me parecía más feliz de lo que era. Los tordos y los zopilotes se veían como calandrias y cenzontles, de esos que traen los pajareros. Los nopales estaban más vivos que todas las flores que van a crecer a un lado del río. Hasta el viento, apaleado y de cabellos largos, era más sincero. Cuando menos, aquellas piedras cortadas a tajos de olvido, y que me vinieron acompañando todo el viaje, no me hablaban. Allá, en el llano que me trajo al mundo, cualquier cosa me susurraba al oído algo: los laureles no callaban, incluso unos labios que me habían acostumbrado al silencio acabaron por hablarme. Nos vemos en el camino, me dijo su dueña. No se despidió, sólo me mandó una paloma a decirme eso.
Yo con mucho gusto la hubiera seguido a cualquier lugar; me hubiera desgarrado los dedos y las rodillas con tal de besarle los pasos, pero nunca supe por dónde se fue. De ser esta una tierra de sólo una ruta ya sabría por dónde anda, pero aquí los caminos se cruzan, se funden y se separan; parecen ríos hechos de la misma baba con la que tejieron el tiempo y, según el capricho de la brisa, uno acaba en lugares lejanos, más allá de los cielos nublados que rodean con su anillo de serpiente a todas nuestras desgracias.
Lo que me preocupa ahora es que el camino se está acabando muy rápido. Desde hace rato se siente en las espaldas la sobra de un pueblo. Seguramente me engañaron, o me equivoqué de rumbo; ya no me importa. Si me equivoqué de camino ya hace mucho que habrá dejado de esperarme, si sigue ahí, pues se lo ganó. Me había roto el silencio más por compromiso que por vocación. Le ofrecí mi alma envuelta en suspiros hace varias semanas, pero ahora que se la quede; que le toque a ella esa molestia y si no la quiere, que la venda: a las piedras, a los árboles, al cielo. Que la venda por partes; para eso sirve, para que la despedacen lo perros y los niños. Que el tiempo se la rife, que el agua se quede con sus huesos, que el polvo se de gusto con sus letras. A mí nunca me sirvió de nada. Me dio un corazón que acabé regalando, una voz que prefiero mantener callada y unas penas que aún me pesan.
Si la encuentro seré yo quien me despida. Aún cuando me suene a suspiro su nombre, aún con sus ojos dándome de beber estrellas. Con todo el dolor de mis lágrimas me tendré que quedar en el pueblo. No a llorarla, nomás a vivir sin ella.
31 mar 2010
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