Un día caluroso, sin nada que lo hiciera muy especial, sólo un día más.
Otra escuela, nada especial, llena de estudiantes que dicen ser algo especial; la escena sigue sin ser nada especial.
Por los pasillos va caminando otro alumno, tampoco es muy especial, solitario y aburrido, con las mismas aspiraciones que cualquier otro solitario: hacerse de una novia o cuando menos alguien que llene un hueco abierto justo en el medio de su ser. El tampoco es algo especial.
Sigue caminando por los pasillos y pasa de largo un grupo de cinco o seis figuras, figuras femeninas para su desgracia, figuras femeninas que sueltan al unísono una risilla, una risilla que lo hace acelerar el paso sin que el se de cuenta.
Va subiendo las escaleras y su mente ya ha comenzado a trabajar. Trabaja como si se tratara de un motor, con todos los engranajes corriendo a toda prisa y generando calor, un calor que le provoca un ligero dolor de cabeza. Sin duda su mente es un motor, salvo por el ruido ya que en lugar de manifestarse como un suave ronroneo se presenta como miles de voces, miles de respuestas a la pregunta ¿Hablaban de mi?
Las horas pasan y con ellas se van maestros, libretas, apuntes y bostezos. Todo se va menos la pregunta. Ahora las voces parecen coincidir en un sí, pero eso sólo lo hace preguntarse ¿Por qué? Intenta recordar las caras de aquel grupo pero encuentra algo más que caras, encuentra un aroma, un perfume, el de ella. Ella la que le había sonreído el jueves, quizá el viernes, el día no importaba, sólo importaba el hecho de que ella le hubiera dirigido una espontánea sonrisa. ¿Acaso le gustaba? Un ser extraño como él con aquella mujer. La mera idea le parecía tan maravillosa que por un momento fue hasta grotesca ¿Qué Cupido por fin se acordaba de este miserable? No lo sabía, preguntas como esa lo atormentaron todo el trayecto a casa y la insípida sopa no supo como responderlas.
Caminaba en círculos por la habitación, sin lograr responder ninguna pregunta. Le dolía lago la cabeza y pronto hubo sangre en su nariz. Tomó una pastilla y se acostó sobre el sillón. Todo se clarificaba y aunque no encontró ninguna respuesta si supo la manera de encontrarlas. Tomó el rifle de caza, la espada de colección y las llaves de un auto sin placas. Condujo hasta un lugar apartado de la ciudad donde la única propiedad que parecía tener vida era un rancho donde aquel grupo y unos cuantos celebraban una fiesta a la cual, como siempre, no había sido invitado.
Se quedó un rato lejos, observando, esperando a que un desprevenido se alejara lo suficiente. Era el atardecer y las nubes rojas estaban cediendo a las estrellas blancas su territorio. Pronto todo quedaría bajo el dominio de la noche.
La luna, al mando de la orquesta nocturna se vio benevolente y le ofreció un regalo: un pobre infeliz que buscando un poco de silencio para hacer una llamada telefónica había acabado justo al alcance del rifle. La llamada no duró mucho, cinco minutos a lo máximo, cinco minutos en donde no dijo nada especial; colgó u nunca más volvió a llamar. No pasó mucho para que alguien interesado en él fuera a buscarlo, tampoco paso mucho para que acabara junto a su búsqueda. La música vulgar a todo volumen ocultó el sonido de la pólvora, del plomo y de los cuerpos cayendo. Habían sido dos los muertos, una linda pareja que no duró lo suficiente como para amarse.
La música acabó y poco después todos quedaron abatidos. Ya era hora de que el acero se tiñera de rojo. La misma noche que le había prometido diversión y lujuria iba a tragárselos a todos.
Llegó sigiloso como un gato, se movió como un espectro sobre la hierba. Comenzó con las parejas, las que estaban abrazadas, las que ni siquiera habían acabado cuando ya habían caído dormidas, las que aún daban la impresión de amarse. Era sencillo, era rápido, era eficaz y silencioso, sólo levantaba la espada y la dejaba caer, escuchando la sinfonía de los grillos, el silbido del viento como una flauta, la carne cortarse y la sangre brotar y mezclarse. Cuando acabó con los amantes fue con las almas solitarias o menos afortunadas. Con ellos fue más creativo y uno por uno los mató sin mucha prisa, a pesar de que la noche envejecía rápido. Uno por uno la sangre subió hasta los cielos, una por una las cabezas golpearon la tierra, uno por uno los suspiros se extinguieron, uno por uno todos murieron. Ahora sólo quedaba un rostro intacto y vivo, un rostro que no se atrevió a tocar ni siquiera para despertarlo.
Amaneció y la tibieza del sol develó los crímenes de la noche. Amanecieron también sus ojos y presenciaron la masacre de la luna. Cuerpos destrozados, con las entrañas de fuera, con el costillar abierto; cabezas con expresiones distintas, a veces dolor, a veces algunas felicidad; miembros mutilados, amantes en una orgía de violencia que yacían sobre la tierra de color escarlata. Alzó la vista y vio aquella mancha en el sol. La mancha negra que tenía forma de un hombre sentado sobre una piedra, con una espada sobre los hombros y una mano sobre la espada. La sombra volteó a verla y el rostro que tenía era uno más que familiar.
-¿qué hiciste? Pregunto aterrorizada ella
-Eso es bastante obvio.
-pero ¿Por qué lo hiciste?
-¿Por qué? ¡Por quién! Lo hice por ti.
24 jul 2009
16 jul 2009
Adiós
Era de noche, la ciudad se veía oscura, sin ninguna luz en el cielo aunque si varias en las calles: luces de automóviles, luces de prostíbulos, luces de bares y luces de detonación. Por las aceras llenas de nieve el invierno se hacía notar; era un invierno crudo donde el frío volvía al pavimento frágil como el cristal y obligaba a los habitantes de aquella ciudad perdida en el pecado a cubrir sus decadentes cuerpos.
Él se encontraba sentado en el callejón, recargado en la pared y absorto en su cigarro mientras recordaba lo mucho que detestaba a la ciudad y a su clima. Debía de estar cerca la navidad, lo notaba en el frío y en la falta de trabajo; a pesar de ser la ciudad que era los hipócritas de sus habitantes hacían las paces con la moral o al menos lo intentaban. Detestaba navidad, detestaba el frío y destetaba la ciudad.
Había nacido allí y la ciudad ya le había mostrado su feo rostro. Las calles eran ríos y los ríos estaban llenos de suciedad y amargura, y, cuando las coladeras ya no pudieran soportar más de aquella inmundicia todos sus habitantes, esas larvas hipócritas, saldrían a morir, y las prostitutas y los asesinos revolcándose por última vez en su mierda con olor a sexo y violencia mirarían arriba y gritarían: “sálvanos” y el miraría hacia abajo y diría “no”. Pero por lo pronto la sucia porquería seguía teniendo cabida en las cloacas y mientras eso siguiera así él tendría que trabajar para aquellos a quienes algún día negaría.
Tenía razón, se acercaba navidad y ahora sus, así llamados, compañeros se acercaban con un regalo, no para él, para ellos. Una mujer, no una de aquellas bestias que rondaban las calles con apariencia de dama pero con el único deseo de conseguir dinero, no, ella era distinta, ella era familiar pero ¿quién era?
Cuando la vio a los ojos lo comprendió, era aquella mujer con la que se despertaba, era la mujer de la cual estuvo enamorado tanto tiempo, cuando aun era joven, cuando aun tenia un poco de esperanzas, era aquella mujer con la cual no se atrevía a hablar y que ahora no se atrevería a salvar.
Vio con tristeza y con dolor como desgarraban sus ropas, como la dejaban como un animal, expuesta a la lluvia y al frío, como la golpeaban, como la tomaban del cabello y la violaban, dándose turnos, riéndose y contando bromas al mismo tiempo que la insultaban; vio como torturaban lo que quedaba de sus esperanzas, como rompían sus recuerdos y como acababan con la hermosura de lo que pudo ser. Durante todo el tiempo que ese espectáculo duró sostuvo su arma con firmeza, pero no se atrevió a sacarla, a veces pensó en llorar y en correr pero el miedo era más fuerte, al final pensó en escapar pero su cobardía seguía allí.
Acabaron y los bastardos se fueron, dejándola tirada, cubierta de inmundicia, con rencor en los ojos y con dolor como el único recuerdo que nunca se iría. Ya no había nada que pudiera hacer, pero se acercó a ella y la cubrió con su abrigo, la apretó fuerte en sus brazos y bajo la lluvia la acompaño hasta su auto. Condujo lo más lejos que pudo, a un lugar que ni siquiera el conocía, ya nada importaba. Constantemente la miraba de reojo, como solía hacerlo cuando estaba en la escuela, pero esta ya no era la escuela y ella ya no era la misma. El rostro antiguo, lleno de felicidad e inocencia, de frescura y vitalidad se había ido, ahora estaba aquella masa de piel con lagrimas en los pliegues, con terror en el rostro pero con odio en los ojos; esa ya no era la mujer que había amado.
Paró en un callejón apartado y desconocido, la saco del automóvil procurando no lastimarla, la tuvo que cargar porque ella no tenía fuerzas ni disposición para moverse, no soportaba verla reducida a ese estado tan lastimero. La puso en el piso y desenfundo su arma, quiso besarla por primera y última vez pero no se atrevió, pensó en su fantasía de limpiar la ciudad pero se dio cuenta de que era un cobarde. Fue ahí cuando empezó a llorar.
Aquel hombre duro lloraba, lloraba a montones y las cicatrices de su rostro servían como cauce para un río de sal. Las lágrimas mezcladas con la lluvia salpicaban el arma y con un beso de plomo en la sien le dio un metálico duro adiós.
Él se encontraba sentado en el callejón, recargado en la pared y absorto en su cigarro mientras recordaba lo mucho que detestaba a la ciudad y a su clima. Debía de estar cerca la navidad, lo notaba en el frío y en la falta de trabajo; a pesar de ser la ciudad que era los hipócritas de sus habitantes hacían las paces con la moral o al menos lo intentaban. Detestaba navidad, detestaba el frío y destetaba la ciudad.
Había nacido allí y la ciudad ya le había mostrado su feo rostro. Las calles eran ríos y los ríos estaban llenos de suciedad y amargura, y, cuando las coladeras ya no pudieran soportar más de aquella inmundicia todos sus habitantes, esas larvas hipócritas, saldrían a morir, y las prostitutas y los asesinos revolcándose por última vez en su mierda con olor a sexo y violencia mirarían arriba y gritarían: “sálvanos” y el miraría hacia abajo y diría “no”. Pero por lo pronto la sucia porquería seguía teniendo cabida en las cloacas y mientras eso siguiera así él tendría que trabajar para aquellos a quienes algún día negaría.
Tenía razón, se acercaba navidad y ahora sus, así llamados, compañeros se acercaban con un regalo, no para él, para ellos. Una mujer, no una de aquellas bestias que rondaban las calles con apariencia de dama pero con el único deseo de conseguir dinero, no, ella era distinta, ella era familiar pero ¿quién era?
Cuando la vio a los ojos lo comprendió, era aquella mujer con la que se despertaba, era la mujer de la cual estuvo enamorado tanto tiempo, cuando aun era joven, cuando aun tenia un poco de esperanzas, era aquella mujer con la cual no se atrevía a hablar y que ahora no se atrevería a salvar.
Vio con tristeza y con dolor como desgarraban sus ropas, como la dejaban como un animal, expuesta a la lluvia y al frío, como la golpeaban, como la tomaban del cabello y la violaban, dándose turnos, riéndose y contando bromas al mismo tiempo que la insultaban; vio como torturaban lo que quedaba de sus esperanzas, como rompían sus recuerdos y como acababan con la hermosura de lo que pudo ser. Durante todo el tiempo que ese espectáculo duró sostuvo su arma con firmeza, pero no se atrevió a sacarla, a veces pensó en llorar y en correr pero el miedo era más fuerte, al final pensó en escapar pero su cobardía seguía allí.
Acabaron y los bastardos se fueron, dejándola tirada, cubierta de inmundicia, con rencor en los ojos y con dolor como el único recuerdo que nunca se iría. Ya no había nada que pudiera hacer, pero se acercó a ella y la cubrió con su abrigo, la apretó fuerte en sus brazos y bajo la lluvia la acompaño hasta su auto. Condujo lo más lejos que pudo, a un lugar que ni siquiera el conocía, ya nada importaba. Constantemente la miraba de reojo, como solía hacerlo cuando estaba en la escuela, pero esta ya no era la escuela y ella ya no era la misma. El rostro antiguo, lleno de felicidad e inocencia, de frescura y vitalidad se había ido, ahora estaba aquella masa de piel con lagrimas en los pliegues, con terror en el rostro pero con odio en los ojos; esa ya no era la mujer que había amado.
Paró en un callejón apartado y desconocido, la saco del automóvil procurando no lastimarla, la tuvo que cargar porque ella no tenía fuerzas ni disposición para moverse, no soportaba verla reducida a ese estado tan lastimero. La puso en el piso y desenfundo su arma, quiso besarla por primera y última vez pero no se atrevió, pensó en su fantasía de limpiar la ciudad pero se dio cuenta de que era un cobarde. Fue ahí cuando empezó a llorar.
Aquel hombre duro lloraba, lloraba a montones y las cicatrices de su rostro servían como cauce para un río de sal. Las lágrimas mezcladas con la lluvia salpicaban el arma y con un beso de plomo en la sien le dio un metálico duro adiós.
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